Esa era la frase que usaba mi abuelo para darle énfasis final a alguna discusión o plática. O sea, quería decir que después de lo que había dicho, pues nada, todo estaba completamente de más.
A veces era cierto, pero la mayoría de las veces estaba en un error que no le importaba corregir... pero me estoy adelantando.
Empiezo por presentar a Ustedes al personaje. Nabucodonozor Esquinca nació a la vuelta del siglo, por ahí de 1910 ó 1915. No lo recuerdo bien. Y él menos. Contaba que era de La Laguna, pero el recuerdo más presente de su infancia, era que la gente en Zacatecas se detenía, a diario, a las once de la mañana para tomarse un mezcal y combatir el frío. Según esto, todos lo hacían: las damas, los caballeros, los ancianos... los niños obviamente no. Añade que no era raro que la “gente decente” entrara unos minutos a cualquier cantina a beberse un caballito de mezcal, colocar algunas monedas de cobre en el mostrador, y despedirse. Y eso es todo lo que recuerda de su infancia, salvo uno que otro ahorcado colgando de los postes de telégrafo, durante la revolución cristera.
Le he ido siguiendo las huellas a sus cuentos, y de ahí he ido hilvanando algunas cosas. Cotejo la historia real con los recuerdos, sacando las conclusiones pertinentes.
Por ejemplo, existe una foto de uno de sus hermanos pequeños. En la imagen, el niño tendría cuatro o cinco años, pero se le ve ataviado con uniforme militar, gris oscuro, propio de los soldados alemanes de la era nazi. En la cabeza lleva una gorra cuartelera con una siniestra calavera plateada: la totenkopf, el pelo lo lleva cortado a cepillo. Parecería una imagen salida de la propaganda alemana, pero al calce se lee un mensaje supuestamente escrito por el improvisado guardia de choque, pero que indudablemente es de mi abuelo: “Aquí estoy, rumbo a Estalingrado, Septiembre, 1942”. La caligrafía, rimbombante y barroca, no eran de un niño como el de la foto, si no que era un añadido del abuelo, que entonces, como el 60% de los mexicanos, era germanófilo.
Incluso don José Vasconcelos creía en esas burradas de la súper raza, de ahí lo de la “Raza Cósmica” y todo aquello. Precisamente al final de la batalla de Estalingrado, y con nuestro país declarándole la guerra al mismo tiempo a Alemania, Italia y Japón, (eso es tener huevos, digo yo) los mexicanos decidieron unirse a regañadientes al esfuerzo aliado, y el aquí biografiado no fue la excepción.
Por cierto, seguramente el hermano de mi abuelo agradecerá no haber estado “camino a Estalingrado en septiembre de 1942”, pues para febrero del año siguiente, los alemanes y sus aliados rumanos e italianos ya eran pasto para los zopilotes.
Mi abuelo fue piloto, estuvo en el Pacífico, junto con el reducido contingente nacional que combatió en la liberación de las Filipinas con el escuadrón 201.
Era el peor de todos ellos, como alguna vez lo reconoció, pero su talento como oficial meteorólogo era innegable. Después de su tercer aterrizaje de panzazo con un avión caza nuevecito, lo dejaron detrás de un escritorio. Fue una decisión sabia. Así que, después de todo, el abuelo sí marchó al frente, aunque no al ruso, como solía fantasear.
Le decían “Nabo”, aunque el apodo no era de su agrado, como pasa con todo mundo: insistía en ser llamado Pantera Roja, que era el “call name” que usaba para comunicarse por radio cuando volaba, nadie recordaba quién era el tal Pantera Roja, hasta que algún compañero tenía un chispazo de inspiración “Ah, es el cabrón del Nabo”, y entonces volvía a ser el Nabo para todo mundo.
Tras la guerra, siguió de uniforme un rato en la Fuerza Aérea Mexicana, lo suficiente para terminar de aburrirse por pertenecer a una institución relegada al olvido. Se quejaba: en las Filipinas, todos los días los pilotos mexicanos salían a tres o cuatro misiones diarias, misiones que los pilotos yankees rehuían hacer, pero que en tiempos del presidente Alemán - cuando mencionaba ese nombre, escupía al suelo un gargajo oscuro y pastoso - la hierba crecía sin control en los hangares, e incluso entre el fuselaje de los aparatos aparcados.
Se retiró antes del poco conocido “incidente guatemalteco”, cuando Guatemala casi invade México, el cual por falta de un ejército decente, tuvo que encargar su seguridad a la diplomacia brasileña y norteamericana.
Antes de volver a la vida civil, Nabo dibujó la mascota del escuadrón de caza 202, el fantasma Gasparín con una ametralladora en las manos. Era una broma cruel: en el papel, el escuadrón sí existía, pero en la realidad, algún generalote, o quizá el presidente mismo, se había embolsado el importe por la compra de doce aviones jet, por lo que los pilotos del 202, pasaban sus días jugando a las cartas, o escribiendo obscenidades en los sanitarios de la base de Ixtepec, Oaxaca.
Tengo otras fotos de él. Tengo un par de cuando fue capataz de una finca de hule, en Colima. En ella, se le ve orgullosamente de pie sobre el asiento del conductor de un jeep Willys. Lleva un casco tipo sarakoff, fornitura al cinto (sin arma, claro) y una mirada solemne, que más que la de un encargado de un rancho chiclero, es la de un amito blanco en una mina de diamantes en el Congo belga.
De esos años surgió la expresión esa de “y retiemble en su centro la tierra”: se quejaba amargamente de que el Himno Nacional estuviera escrito “Y retiemble en sus centros la tierra...” pues decía que era un error fatal suponer que la tierra tiene varios centros. Otra cosa peor: que la gente al entonarlo, cantara “Y retiemble en sus centros la tieee-rraaa” lo cual – según su opinión – era de un afeminamiento aborrecible.
Para él, el Himno era una cuestión de virilidad y marcialidad absolutas, por tanto, la entonación adecuada era “Y retiemble en sus centro la Tierr-a”. Nada más. Seguramente esos años fueron de completo ocio, pues solamente en esas circunstancias a alguien se le pueden ocurrir semejantes cosas.
Poco después vivió en Mulegé, en la punta sur de la península de Baja California. Ahí conoció a Raymond Chandler. Se hicieron amigos pronto por su afición compartida a los destilados mexicanos fuertes: sotol, mezcal, aguardiente o bacanora. A ambos los llevaban en carretilla a sus respectivos cuartos de pensión después de las horribles borracheras que protagonizaron.
El resultado de tanta inspiración fueron las novelas policíacas que Chandler publicaba con mucho éxito en los Estados Unidos.
Una noche, mi abuelo se adelantó al bar. En el bolsillo de la camisa llevaba una carta en la que su esposa, cansada de esperar a que regresara, a que creciera, o lo que ocurriera primero, anunciaba que lo abandonaría irremediablemente. Claro, él la había abandonado primero: mientras que la paciente mujer permanecía en Torreón, que es un pueblo aburridísimo, él se pasaba los días brincando de un puesto excéntrico al otro, siempre lejos de casa, y sin aportar un solo cinco.
El escritor gringo lo descubrió llorando en la barra. No era que le doliera el abandono. No. Le dolía el concepto: el concepto de ser abandonado le parecía atroz aunque él no se sintiera abandonado en absoluto. Raymond Chandler estaba azorado por aquel razonamiento tan prístino.
Esa noche, Chandler escribió una gran verdad: “No hay nada más triste, que un mexicano triste...”
Nabo, tras la resaca, ya no recordaba qué le había producido tanta tristeza pero celebró la frase lo suficiente como para que junto a la canción “A mi manera” de Paul Anka, que era su himno de batalla personal, tuviera la fuerza de un mantra tibetano.
Años después de la muerte de Raymond Chandler, Nabo se trasladó a otro lugar, pero se negó a decir a dónde, hasta la década de los 70.
Hasta entonces lo conocía únicamente a través de una serie de fotografías o de cartas que yo guardaba en un cajón: Nabo en la carlinga de un biplano amarillo; con uniforme militar caqui, cuando fue director de la Ciudad de los Niños ; pateando un cura, durante una manifestación de los seguidores del gobernador de Tabasco Garrido Canabal en los 30; con el barro hasta media pantorrilla, en medio de un arrozal inundado, estirándose los ojos hasta que estos eran un par de líneas oblicuas, como si fuera chino o vietnamita; entrenando a un perro pastor alemán a subir por una escala marinera (el perro se llamaba “Teutón”, por aquello de la germanofilia) y otras imágenes más, entre las que destacaban las que contenían al dorso mensajes grandilocuentes: “Así me observa la lente de la cámara, hacia 1956” o “Durante una misión, en la que la situación fue delicada por lo que únicamente consumíamos tortillas duras con tragos de aire, Isla de Formosa, 1944”, etcétera, etcétera.
Cuando finalmente lo conocí personalmente, sus mejores años ya habían pasado pero su memoria seguía siendo prodigiosa. Recordaba completa la obertura de una obra teatral, cuyo nombre no he vuelto a escuchar, pero que declamaba completita, con mucha soltura.
Siempre que llegaba de algún viaje, yo le pedía que la repitiera. Era una perorata nacionalista, pero me impresionaba su manejo de las emociones: lloraba, reía, podía enfurecerse cerrando sus manos en un par de puños funestos, o ver al horizonte como si la virgen le hablara:
“Desde el seno de las tinieblas, hasta donde ha descendido mi estirpe de águilas, vengo henchido de glorias y recuerdos de grandezas derruidas... ¡soy mi raza!”
Desde el comedor de la casa, podía escuchar a mi madre reclamando: Papá, ¡Vas a asustar a los vecinos! Y desde arriba, como un Hamlet mestizo, manaban contundentes los ríos de palabras:
“¡No arraigarán en suelo de mexica tus pinos y mis palmas! ¡No dejarán mis águilas al buitre hollar el pedestal de mis montañas! ¡Ni tu sangre unirás, de mercaderes, con mi sangre de dioses, que es sagrada; raza de ojos azules, pelambre rubia y epidermis blanca!”
Al final de una de estas largas recitaciones, y creo que el año era 1994, decidió dejar de hablar. Se retiró a un rincón de la casa donde solíamos él y yo pasar las tardes de verano jugando ajedrez.
Ahí escogió morirse.
Al retirar los de la funeraria su cuerpo del catre donde pasó esos últimos días, descubrí bajo las sábanas varios pliegos manuscritos con esa letra preciosista, la que solía utilizar cuando lo que estaba a punto de escribir tenía – al menos para él – alguna enorme trascendencia. Era la versión completa de ese poema, Aguilas y Estrellas, escrito para mí.
En medio de los pliegos de papel, había una fotografía en sepia, donde aparecía él a punto de declamar el citado poema, pero disfrazado de Cuauthémoc.
La foto la quemé: después de todo lo que he estado contándoles, seguramente esa imagen le quitará toda la seriedad al asunto.