martes, 2 de diciembre de 2008

NABUCODOONOZOR ESQUINCA, ALIAS "PANTERA ROJA"








“Y retiemble su centro la tierra...”


Esa era la frase que usaba mi abuelo para darle énfasis final a alguna discusión o plática. O sea, quería decir que después de lo que había dicho, pues nada, todo estaba completamente de más.

A veces era cierto, pero la mayoría de las veces estaba en un error que no le importaba corregir... pero me estoy adelantando.

Empiezo por presentar a Ustedes al personaje. Nabucodonozor Esquinca nació a la vuelta del siglo, por ahí de 1910 ó 1915. No lo recuerdo bien. Y él menos. Contaba que era de La Laguna, pero el recuerdo más presente de su infancia, era que la gente en Zacatecas se detenía, a diario, a las once de la mañana para tomarse un mezcal y combatir el frío. Según esto, todos lo hacían: las damas, los caballeros, los ancianos... los niños obviamente no. Añade que no era raro que la “gente decente” entrara unos minutos a cualquier cantina a beberse un caballito de mezcal, colocar algunas monedas de cobre en el mostrador, y despedirse. Y eso es todo lo que recuerda de su infancia, salvo uno que otro ahorcado colgando de los postes de telégrafo, durante la revolución cristera.

Le he ido siguiendo las huellas a sus cuentos, y de ahí he ido hilvanando algunas cosas. Cotejo la historia real con los recuerdos, sacando las conclusiones pertinentes.

Por ejemplo, existe una foto de uno de sus hermanos pequeños. En la imagen, el niño tendría cuatro o cinco años, pero se le ve ataviado con uniforme militar, gris oscuro, propio de los soldados alemanes de la era nazi. En la cabeza lleva una gorra cuartelera con una siniestra calavera plateada: la totenkopf, el pelo lo lleva cortado a cepillo. Parecería una imagen salida de la propaganda alemana, pero al calce se lee un mensaje supuestamente escrito por el improvisado guardia de choque, pero que indudablemente es de mi abuelo: “Aquí estoy, rumbo a Estalingrado, Septiembre, 1942”. La caligrafía, rimbombante y barroca, no eran de un niño como el de la foto, si no que era un añadido del abuelo, que entonces, como el 60% de los mexicanos, era germanófilo.

Incluso don José Vasconcelos creía en esas burradas de la súper raza, de ahí lo de la “Raza Cósmica” y todo aquello. Precisamente al final de la batalla de Estalingrado, y con nuestro país declarándole la guerra al mismo tiempo a Alemania, Italia y Japón, (eso es tener huevos, digo yo) los mexicanos decidieron unirse a regañadientes al esfuerzo aliado, y el aquí biografiado no fue la excepción.

Por cierto, seguramente el hermano de mi abuelo agradecerá no haber estado “camino a Estalingrado en septiembre de 1942”, pues para febrero del año siguiente, los alemanes y sus aliados rumanos e italianos ya eran pasto para los zopilotes.

Mi abuelo fue piloto, estuvo en el Pacífico, junto con el reducido contingente nacional que combatió en la liberación de las Filipinas con el escuadrón 201.

Era el peor de todos ellos, como alguna vez lo reconoció, pero su talento como oficial meteorólogo era innegable. Después de su tercer aterrizaje de panzazo con un avión caza nuevecito, lo dejaron detrás de un escritorio. Fue una decisión sabia. Así que, después de todo, el abuelo sí marchó al frente, aunque no al ruso, como solía fantasear.

Le decían “Nabo”, aunque el apodo no era de su agrado, como pasa con todo mundo: insistía en ser llamado Pantera Roja, que era el “call name” que usaba para comunicarse por radio cuando volaba, nadie recordaba quién era el tal Pantera Roja, hasta que algún compañero tenía un chispazo de inspiración “Ah, es el cabrón del Nabo”, y entonces volvía a ser el Nabo para todo mundo.

Tras la guerra, siguió de uniforme un rato en la Fuerza Aérea Mexicana, lo suficiente para terminar de aburrirse por pertenecer a una institución relegada al olvido. Se quejaba: en las Filipinas, todos los días los pilotos mexicanos salían a tres o cuatro misiones diarias, misiones que los pilotos yankees rehuían hacer, pero que en tiempos del presidente Alemán - cuando mencionaba ese nombre, escupía al suelo un gargajo oscuro y pastoso - la hierba crecía sin control en los hangares, e incluso entre el fuselaje de los aparatos aparcados.

Se retiró antes del poco conocido “incidente guatemalteco”, cuando Guatemala casi invade México, el cual por falta de un ejército decente, tuvo que encargar su seguridad a la diplomacia brasileña y norteamericana.

Antes de volver a la vida civil, Nabo dibujó la mascota del escuadrón de caza 202, el fantasma Gasparín con una ametralladora en las manos. Era una broma cruel: en el papel, el escuadrón sí existía, pero en la realidad, algún generalote, o quizá el presidente mismo, se había embolsado el importe por la compra de doce aviones jet, por lo que los pilotos del 202, pasaban sus días jugando a las cartas, o escribiendo obscenidades en los sanitarios de la base de Ixtepec, Oaxaca.

Tengo otras fotos de él. Tengo un par de cuando fue capataz de una finca de hule, en Colima. En ella, se le ve orgullosamente de pie sobre el asiento del conductor de un jeep Willys. Lleva un casco tipo sarakoff, fornitura al cinto (sin arma, claro) y una mirada solemne, que más que la de un encargado de un rancho chiclero, es la de un amito blanco en una mina de diamantes en el Congo belga.

De esos años surgió la expresión esa de “y retiemble en su centro la tierra”: se quejaba amargamente de que el Himno Nacional estuviera escrito “Y retiemble en sus centros la tierra...” pues decía que era un error fatal suponer que la tierra tiene varios centros. Otra cosa peor: que la gente al entonarlo, cantara “Y retiemble en sus centros la tieee-rraaa” lo cual – según su opinión – era de un afeminamiento aborrecible.

Para él, el Himno era una cuestión de virilidad y marcialidad absolutas, por tanto, la entonación adecuada era “Y retiemble en sus centro la Tierr-a”. Nada más. Seguramente esos años fueron de completo ocio, pues solamente en esas circunstancias a alguien se le pueden ocurrir semejantes cosas.

Poco después vivió en Mulegé, en la punta sur de la península de Baja California. Ahí conoció a Raymond Chandler. Se hicieron amigos pronto por su afición compartida a los destilados mexicanos fuertes: sotol, mezcal, aguardiente o bacanora. A ambos los llevaban en carretilla a sus respectivos cuartos de pensión después de las horribles borracheras que protagonizaron.

El resultado de tanta inspiración fueron las novelas policíacas que Chandler publicaba con mucho éxito en los Estados Unidos.

Una noche, mi abuelo se adelantó al bar. En el bolsillo de la camisa llevaba una carta en la que su esposa, cansada de esperar a que regresara, a que creciera, o lo que ocurriera primero, anunciaba que lo abandonaría irremediablemente. Claro, él la había abandonado primero: mientras que la paciente mujer permanecía en Torreón, que es un pueblo aburridísimo, él se pasaba los días brincando de un puesto excéntrico al otro, siempre lejos de casa, y sin aportar un solo cinco.

El escritor gringo lo descubrió llorando en la barra. No era que le doliera el abandono. No. Le dolía el concepto: el concepto de ser abandonado le parecía atroz aunque él no se sintiera abandonado en absoluto. Raymond Chandler estaba azorado por aquel razonamiento tan prístino.

Esa noche, Chandler escribió una gran verdad: “No hay nada más triste, que un mexicano triste...”

Nabo, tras la resaca, ya no recordaba qué le había producido tanta tristeza pero celebró la frase lo suficiente como para que junto a la canción “A mi manera” de Paul Anka, que era su himno de batalla personal, tuviera la fuerza de un mantra tibetano.

Años después de la muerte de Raymond Chandler, Nabo se trasladó a otro lugar, pero se negó a decir a dónde, hasta la década de los 70.
Hasta entonces lo conocía únicamente a través de una serie de fotografías o de cartas que yo guardaba en un cajón: Nabo en la carlinga de un biplano amarillo; con uniforme militar caqui, cuando fue director de la Ciudad de los Niños ; pateando un cura, durante una manifestación de los seguidores del gobernador de Tabasco Garrido Canabal en los 30; con el barro hasta media pantorrilla, en medio de un arrozal inundado, estirándose los ojos hasta que estos eran un par de líneas oblicuas, como si fuera chino o vietnamita; entrenando a un perro pastor alemán a subir por una escala marinera (el perro se llamaba “Teutón”, por aquello de la germanofilia) y otras imágenes más, entre las que destacaban las que contenían al dorso mensajes grandilocuentes: “Así me observa la lente de la cámara, hacia 1956” o “Durante una misión, en la que la situación fue delicada por lo que únicamente consumíamos tortillas duras con tragos de aire, Isla de Formosa, 1944”, etcétera, etcétera.

Cuando finalmente lo conocí personalmente, sus mejores años ya habían pasado pero su memoria seguía siendo prodigiosa. Recordaba completa la obertura de una obra teatral, cuyo nombre no he vuelto a escuchar, pero que declamaba completita, con mucha soltura.

Siempre que llegaba de algún viaje, yo le pedía que la repitiera. Era una perorata nacionalista, pero me impresionaba su manejo de las emociones: lloraba, reía, podía enfurecerse cerrando sus manos en un par de puños funestos, o ver al horizonte como si la virgen le hablara:

“Desde el seno de las tinieblas, hasta donde ha descendido mi estirpe de águilas, vengo henchido de glorias y recuerdos de grandezas derruidas... ¡soy mi raza!”

Desde el comedor de la casa, podía escuchar a mi madre reclamando: Papá, ¡Vas a asustar a los vecinos! Y desde arriba, como un Hamlet mestizo, manaban contundentes los ríos de palabras:

“¡No arraigarán en suelo de mexica tus pinos y mis palmas! ¡No dejarán mis águilas al buitre hollar el pedestal de mis montañas! ¡Ni tu sangre unirás, de mercaderes, con mi sangre de dioses, que es sagrada; raza de ojos azules, pelambre rubia y epidermis blanca!”

Al final de una de estas largas recitaciones, y creo que el año era 1994, decidió dejar de hablar. Se retiró a un rincón de la casa donde solíamos él y yo pasar las tardes de verano jugando ajedrez.
Ahí escogió morirse.

Al retirar los de la funeraria su cuerpo del catre donde pasó esos últimos días, descubrí bajo las sábanas varios pliegos manuscritos con esa letra preciosista, la que solía utilizar cuando lo que estaba a punto de escribir tenía – al menos para él – alguna enorme trascendencia. Era la versión completa de ese poema, Aguilas y Estrellas, escrito para mí.

En medio de los pliegos de papel, había una fotografía en sepia, donde aparecía él a punto de declamar el citado poema, pero disfrazado de Cuauthémoc.

La foto la quemé: después de todo lo que he estado contándoles, seguramente esa imagen le quitará toda la seriedad al asunto.

lunes, 1 de diciembre de 2008

UNA CARTA DEL ZORRO






Estimado Amigo mío:

Por los mensajes y los bandos que se han dado a conocer, ya sabes cual será mi desdichada suerte. Si recuerdas nuestros años en el colegio de San Nicolás, ¡Hace tanto tiempo! en Valladolid, recordarás que nunca fui partidario de pedir falsas clemencias, de inclinar la cabeza. Siempre fui terco y testarudo. En esta ocasión, tan de sí extrema, no pienso variar mis convicciones. Nada de lo hecho por mí hasta ahora merece que pida clemencias o perdones ante la autoridad. Prefiero morir de pie, que vivir de rodillas.

Cuando ésta carta llegue a ti, yo hace tiempo que habré muerto. Te ruego no intentes contestarla, pues podría comprometerte inútilmente en algo en lo que nunca has creído. Como siempre, aunque no comprendo tu postura, respeto tu buen juicio y criterio.

Escribo esta carta porque, entre el chocolate y el pan dulce que conformaron mi última cena, y el amanecer en que hará de llevarse a cabo mi ejecución, me serena recordar nuestros diálogos y discusiones irreconciliables. Siendo los más grandes amigos, nunca compartimos nuestros destinos divergentes.

Ahora, tú has llegado hasta el Arzobispado. Tu sabiduría y buena voluntad te han deparado un destino promisorio y una vejez tranquila rodeado de lo que siempre amaste: tu biblioteca particular repleta y dispuesta. Yo te escribo desde el norte, y sabes que mi futuro se limita a unos pocos minutos.

Recuérdame de vez en cuando, pues temo que nadie lo hará de mañana en delante. Comparte mi última suerte con los pocos amigos que quedan entre nuestros condiscípulos y contemporáneos del Colegio o de la Curia, diles de mi parte que el Zorro les manda un cálido abrazo.

Te confesaré algo: he tenido el más extraño de los sueños. Ahora que estoy a punto de morir, he tenido tiempo de soñar. Soñé con esa libertad peligrosa de la que tanto nos pretenden cuidar. Soñé con muchos, con miles de hombres y mujeres fabricándose tiempos mejores diariamente, en este mismo suelo que hollamos hoy tu y yo. Soñé con hombres libres ejercitando la obligación de disentir, de respetar de quién disienten, y de ser ellos mismos respetados por sus criterios. Soñé con la autoridad como primer siervo del ciudadano, el cual es, en realidad, el máximo soberano de su patria y su propio destino.

¿Existirá alguna vez este mundo nuevo, incomprensible y caótico? ¿Lo llegarán a ver los hijos de este suelo?

Te pido disculpas por hacerte divagar tanto, tú tan propenso al la lógica y el orden establecido.

Pero, si hubieras estado en este sueño de patria, hubieras visto confines infinitos, horizontes múltiples e inalcanzables; aquí mismo, colándose entre los barrotes de mi celda, veo serranías indómitas y frías que me impresionan y avasallan. Allá me extasiaba con nuestras minas de entraña incesante, con nuestros sembradíos inacabables. Permíteme hacerte este mínimo recuento de lo que vi en mi último viaje, en mí cabalgar de leguas y leguas para terminar aquí, donde nadie me conoce y donde están los confines del territorio civilizado.

Finalmente permíteme decirte cuánto añoro ver surgir ese Anáhuac que citaban los cronistas antiguos cuando éramos estudiantes y del México que acuñaron los primeros que creyeron en nuestra diferencia, nuestra individualidad, nuestro propio pasado e inexorable futuro. Tal vez tú lo alcances a ver algún día y esto es lo único que te podría envidiar en realidad.

En fin, me permito la última rebeldía, ante Dios y la Corona, de negarme a sentir culpa alguna por creer firmemente en la libertad de esta tierra , por el derecho de los nuestros a ser felices, y de exigir ser iguales ante sus semejantes. Y de buscar su existencia como nación soberana en el concierto de las naciones orgullosas y responsables. De ser poseedores de nuestra historia particular, que se está escribiendo vertiginosamente.

Encomiendo a mi Dios, un Dios distinto al que le rezan los tiranos, mis últimos pensamientos, pues ya amanece y el día nuevo es mi señal de despedida. Los pasos del carcelero suenan por el pasillo y me apuro para que recibas un afectuoso abrazo de mi parte. No quiero que mis ejecutores crean que uso como excusa la redacción de este último mensaje para robarle a la justicia de los ruines unos breves minutos de vida.

Para los que creemos, sabemos que la eternidad es un punto de reunión para coincidir con los seres queridos. Allá esperaré tu llegada. Mientras, atestiguaré como nace nuestra Patria.

De lo que sigue, te diré una cosa: te juro que no tengo miedo.


Afectuosamente
Tu amigo,

Miguel Hidalgo y Costilla
Chihuahua, 30 de julio 1811

LA EDAD DEL HIERRO










Y entonces Caín dijo a su hermano Abel: "Vamos afuera." Y cuando estaban en el campo, lo mató...
- Génesis, 4.8


Llegaron a la madrugada, cuando el sol anunciaba apenas su salida al oriente. No podría asegurar exactamente a qué horas, pero si que era un día de domingo y que todos dormíamos. Primero entraron al pueblo un par de blindados de exploración, y poco más atrás, dos o tres decenas de camiones llenos de soldados de rostro inescrutable.

Arriaron nuestra bandera, que el comisario político, en su huída, olvidó retirar. En su lugar, colocaron la suya, que ondeó con la brisa de la mañana como si fuera un ave liberada. Desde un altavoz, fuimos conminados a salir, como estuviéramos vestidos, como fuera. Una voz severa y autoritaria nos ordenó presentarnos a los nuevos dueños de esta tierra. Amodorrados la mayoría, pero asustados todos, salimos descalzos, a medio vestir.

Estábamos demasiado aterrados como para reparar en la desnudez propia o en la del vecino. Los invasores, indiferentes, no perdieron el tiempo: recorrieron nuestro pequeño poblado marcando las puertas de algunas viviendas con una ominosa cruz negra. A los dueños de esas casas marcadas, los obligaban a permanecer en su interior, con palabras altisonantes, con gritos o, incluso, con golpes: por aquí o por allá, se escuchaba el sordo ruido de la culata de un fusil rompiendo una nariz, quebrando algunas costillas. Un disparo acalló el llanto atemorizado de un niño, los alaridos de dolor de una madre cesaron tras el tartamudeo seco de una ametralladora.

Todos temblábamos. El sol, empezaba a calentar la tierra como si aquel amanecer fuera igual a todos los demás, y no lo era. Era junio, el ardiente verano desgranaba otro día de estío, pero yo sentía mucho frío.

Un militar en uniforme de campaña, un coronel, nos reunió a los hombres del pueblo en el rectángulo irregular de tierra apisonada que hacía las veces de plaza. Encaramado a un cajón de madera a modo de tarima, nos arengó por algunos minutos. Habló de los crímenes indecibles que habían llevado a cabo los que habitaban esas casas marcadas. Y sus mujeres e hijos, afirmó, también eran culpables. Al principio, yo, incrédulo, bajaba la vista hasta mis pies descalzos manchados por el barro. Entonces recordé que Miklas, el lechero, alguna vez nos había vendido de menos, pero había cobrado de más. Y aquel coronel seguía rugiendo, alzando la voz paulatinamente, como en oleadas, temblando de coraje, como si nuestras afrentas fueran de él. También recordé – como si fuera ayer – como Burian se burlaba porque su rebaño producía más crema y mantequilla que mi propio hato de ganado. Esa gente era la gente que traía la miseria y el hambre a estos lugares, continuaba el coronel. Nuevamente vino a mi memoria el día en que Damek me negó un préstamo que habría salvado el trigo de mi parcela. Allá al frente, el coronel cedió su puesto a un sacerdote. Era tiempo de que aquellos expiaran sus culpas, y era tiempo en que pagaran la desgracia y la degradación moral que extendían como una plaga entre nosotros, dijo aquel hombre de Dios, refiriéndose a nuestros vecinos cautivos. Y era cierto. Recordé como Milos veía con lascivia a las mujeres cuando acudían a su tienda. Era un rumor conocido por todos que a las que se les retrasaban los pagos, las perdonaba a cambio de manosearlas en la trastienda, fueran muy jóvenes o muy viejas. Era cierto, todo cierto, y ahora mis pies cubiertos de lodo no me daban vergüenza: me daban rabia. Seguramente mi pobreza era culpa de ellos. Seguramente nuestros pesares eran culpa de sus embrujos, de sus maldiciones, de sus fechorías. Observé a mí alrededor. Mis vecinos asentían. Algunos con la mirada afiebrada de los que han encontrado una misión que cumplir. Otros, los menos, con apenas un atisbo de convencimiento. Todos estábamos de acuerdo y los que quedábamos en las orillas de aquella formación, recibíamos miradas de aprobación de los soldados, que mantenían sus fusiles distraídamente apuntando al suelo. Algunos de ellos, los más entusiastas, nos daban palmaditas en el hombro y otros empezaron a repartirnos tablillas de chocolate.

Estamos – argumentaba nuevamente desde su improvisado púlpito el coronel – en una nueva Edad del Hierro, en el que los hombres débiles y pérfidos sobran. En el que los malditos y los que insisten en vivir apartados de la mayoría, salen sobrando en nuestra nueva sociedad, en la que – quiéranlo o no – Ustedes han sido incluidos por nuestra gran nación, aún a costa de sí mismos. Y ahora, para merecer su pertenencia a esta nueva era ¡Ahí están los culpables de la guerra! ¡Ahí tienen a los causantes de que la mitad de las familias este pueblo hayan recibido telegramas y cartas dándoles la noticia de que un padre, un hermano o un hijo han caído en el frente! Ellos son, y no nosotros, los verdaderos culpables ¡Cumplan de una vez con el destino y háganlo sin dudar!

Sentí rabia subir por mi garganta. Sentí odio infinito – ni siquiera me detuve a pensar un momento si todo aquello era verdad o no – pues en el bolsillo de mi pantalón quemaba como una brasa el telegrama recibido hacía algunos días, anunciándome la muerte de mi hijo mayor por heridas recibidas en combate. Lloré, y recordé con coraje, como esos malditos se recluían en sus templos a orar en secreto. Como sus sacerdotes únicamente santificaban los matrimonios entre aquellos que profesaban su misma religión, ya fueran de aquí mismo o de ciudades más alejadas. Se creían superiores – me escuché farfullar en voz alta – no se sienten dignos de calentar nuestros lechos, ni de compartir nuestra suerte. Me sorprendí escuchar mi voz, que no era mi voz, si no una ronquera temible. Me sorprendí porque, como viejas fotografías, me llegaron imágenes que me hicieron estremecerme involuntariamente: Kasia, la vecina lavandera, abrazándome cuando murió de fiebre mi hija pequeña, sin importarle su ropa recién lavada volcada sobre el polvo, mis pulmones llenándose del suave aroma a lavanda. Zakari, rompiendo la boleta de empeño el día de mi boda, para que iniciara mi vida de casado sin la losa de una deuda. Rurik tocando su violín hasta el amanecer los años en que la cosecha era buena, cuando el mundo parecía sonreírme de repente y sin merecerlo. Y otros recuerdos acusadores más, que hacían arder mis ojos, pues todos ellos estaban encerrados en sus casa marcadas con la cruz negra y yo estaba aquí, pidiendo su castigo sin haberme hecho ellos nada. Mi cobardía aumentó el volumen de un odio que nunca había sabido que existía..

El coronel nos observaba, satisfecho, a su lado, el sacerdote repartía bendiciones aquí y allá, como si nos embarcáramos a una cruzada. A nuestras espaldas, escuchábamos un rumor callado de sollozos y plegarias: los habitantes de las casa marcadas eran llevados a empellones hacia la barranca seca formada por el antiguo cauce del río. Pero eso nos distrajo bien poco: los invasores nos repartieron uniformes nuevos, parecían recién planchados. Ahí mismo, olvidando nuestro antiguo miedo, los hombres del pueblo nos probamos aquellas prendas. A pesar de nuestros cuerpos desgarbados, nos sentimos hombres nuevos. Frescos para la justicia vengadora, exclamó el coronel al vernos uniformados, mientras nosotros nos observábamos, unos a otros, con sorpresa.

Ordenaron dar un paso al frente a los que supieran usar armas de fuego. Sin pensarlo, avancé y un sargento con rostro impasible me entregó un fusil. Me separó del resto, llevándome junto a un puñado de hombres que también sabían usarlos.

Se hizo el silencio. De entre el grupo de aldeanos uniformados, surgió la figura delgada y alta de Karel, el loco. A zancadas largas, llegó hasta la tarima. El pantalón oscuro le quedaba corto. El kepí no lograba cubrir su cabeza y la elegante casaca de cabo de guardias de asalto le daba un aspecto de buitre desvalido. Tan marcialmente como le permitió su cuerpo encorvado, saludó llevándose la mano a la visera. El coronel bajó del cajón, seguramente sin saber por qué, y Karel se apropió de nuestra atención. Su voz, cavernosa y grave, se multiplicó como si tuviera muchos ecos. ¿Están parados aquí – preguntó – para aprovechar la oportunidad y confundir lo que está mal con lo que les conviene? Ustedes, los de los rifles (apuntó a nosotros) ¿Saben que esta vez no cazarán al alce o al jabalí? Se volvió al coronel, que estupefacto lo miraba. Le agradezco, padrecito – dijo – este bello disfraz que Usted me regala. Yo desde hace mucho duermo en una porqueriza, y en pocos lugares podré lucir mejor estos vestidos que entre lo cerdos. Y a Ustedes, hijos del lobo (levantó el brazo derecho, abarcándonos a todos) puesto que años de vivir al lado del vecino no les ha permitido conocerle, y se creen las historias traídas por un carnicero disfrazado de héroe, y a un pope que avergonzaría al mismo Diablo, me marcho para encerrarme a cualquiera de las casas marcadas. Prefiero pertenecer a los condenados por los hombres, que a los que estarán condenados por el Altísimo, si es que Él existe, que empiezo a dudarlo.

A grandes trancos, se perdió en el patio de una de aquellas casas, donde un cerdo salió a recibirlo alegremente desde un zoquetal.

Estábamos en trance. Para entonces, la multitud abigarrada de condenados lloraba en silencio frente a nosotros. Un delicado murmullo se elevó del centro de la multitud – era uno de los cantos que a veces escuchábamos salir de su templo - envolviendo suavemente sus cuerpos desnudos. Es el Canto de la Buena Muerte, dijo uno de los que estaban junto a mí. Nos atenazó algo parecido a un temor reverencial. Los soldados colocaron a los condenados dándonos la espalda, con la vista hacia el lecho del río. Los padres tapaban los ojos de sus hijos. Las madres acurrucaban en su pecho a los niños más pequeños. Percibí una náusea terrible en mi garganta. Entonces nos ordenaron disparar. El primer disparo que salió de mi fusil recorrió mi cuerpo como un relámpago. Cerré los ojos. Recé – lo juro, en verdad – porque mi víctima no sintiera dolor, pero esa mañana hice muchos disparos más. Cuando terminamos, casi a media tarde, nuestros ojos estaban enrojecidos por el humno acre de la cordita y por el asco.

Los nuevos asesinos evitábamos vernos a la cara, intentamos, sin éxito, rehuir de todas las miradas, pero hubo algunas de las que no pudimos escapar, y eran esas que ahora atisbaban insistentes desde los recuerdos.

El coronel nos hizo formar nuevamente. Nos quitaron los uniformes. Nos retiraron las armas. Quedamos otra vez semidesnudos, temerosos, inermes. Los motores de los vehículos rugieron entre nubes de combustible mal quemado y los soldados se dispusieron a seguir su marcha, pues su guerra todavía no terminaba. El coronel nos veía con una sonrisa torcida, como el gato que finalmente saborea la captura de un canario.

Ahora, dijo por última vez, ahora pueden presumir que son como nosotros.

Sin decir nada más, la columna se retiró, desapareciendo en un recodo del camino, levantando una nube de polvo amarillo.

Era junio, recuerdo, y las cigüeñas extendían sus alas desde su nido, en el campanario de nuestra iglesia.

Me senté en el dintel de la puerta de mi casa y cerré los ojos.

TERNURA POR TRAVOLTA








Son las dos de la mañana. En la tele acaban de pasar la película Saturday Night Fever, que en los 70 parecía atrevida, porque, entre otros detalles, trataba el tema de los jóvenes y la droga de manera muy somera, tanto, que para estándares de estos tiempos, pecaría de ingenua.

Aparte, el célebre traje blanco que vestía Travolta, estaba peor que el de Juliancito Bravo en la película El Traje Blanco.

No se cómo mis padres me colaron al cine hace veinte años, para ver una película entonces clasificada para “adolescentes y adultos”. Recuerdo que apenas tenía nueve años. Creo que mi madre pensaba que el filme sería de temática familiar, pues el Travolta venía de hacer “Vaselina”, con la australiana Olivia Newton John.

Hoy tampoco quise dejar de verla, tal y como lo hice hace 26 años.

El fondo musical para los créditos con los que se cierra la película, es la legendaria “How Deep is your Love” de los Bee Gees (que dos de ellos ya estén viendo crecer los rabanitos por debajo le da todavía más solemnidad al asunto), y puedo decir sin miedo que acabo de sentir súbitamente una enorme ternura por Travolta.

No es que su papel haya sido magistral. De hecho, nada tiene que ver su actuación con esto. Para nada. Incluso, unos años después tuvo la fatal idea de hacer una “segunda parte” de la película que se llamó Staying Alive, y fue un reverendo bodrio. Tan estrepitoso fue el fracaso, que tuvieron que pasar casi veinte años (y al menos treinta kilos) para que Tarantino lo rescatara en Pulp Fiction, convirtiéndolo en un indiscutible imán de taquilla, sobre todo si no baila. O sea, John Travolta es todo un éxito, con todo y sus jaladas cienciológicas, o incluso a pesar de ellas.

A lo que me refiero es a que al escuchar otra vez “More than a Woman”, me acordé de mí, con el añadido de que esta vez observé detalles en la película que a los nueve años me parecieron indescifrables, o de plano extraños.

Por ejemplo, cuando una chica quiso seducir al cuestionablemente apuesto Travolta, después que éste la botara por otra mujer que bailaba mejor (y que estaba definitivamente más buena que ella), la tipa saca cuatro paquetes de condones, ofreciéndoselos, en una actitud suplicante, poco sensual.

Así, hace veintiocho años, salí del cine con la idea de que algunas gringas intentaban enamorar a los hombres ofreciéndoles mentitas.

Mis padres, claro, no se apresuraron a sacarme de la duda, y por varios días me dio vueltas en la cabeza la imagen de esa chica – Annete, creo que se llamaba en la película... en la vida real, de su nombre no se deben de acordar ni sus padres – su gesto suplicante, sus “mentitas”, los zapatos de tacones torcidos, un abrigo con un sospechoso peluchín blanco en el cuello, y un maquillaje policromado y horrible como el que luego haría célebre a la esposa de López Portillo.

Cuando digo que me acordé de mí, me refiero a que me recordé entonces. Travolta es una excusa. La música de los hermanitos Gibb (un tío mío aseguraba seriamente que cantaban así porque los habían castrado) solamente un móvil.

Me transporté a unos años en los que mis temores eran otros: los de ahora son verdaderos, los de ayer eran ficticios, pero para mí, eran reales. También, creía que el mundo estaba terminado, perfectamente concluido. Había solamente que pulir las esquinas en algunos lados, sacarle brillo a algunas partes.

Qué injusto fui, a los ocho años, con los constructores de lo que recibiría mi generación, apenas tres o cuatro lustros después. Escucho aquella música, y por arte de magia reviven varios de mis muertos más queridos, que suelen ser los más injustos: con todos quedaron algunas palabras pendientes, eso pasa siempre. Algunos fueron una tangente fugaz: dolieron poco, pero otros tal vez sean a los que más necesité después, incluso ahora.

Varios de ellos murieron lejos, en otra ciudad, en la curva de una carretera, en un quirófano. A otros les cerré los ojos yo mismo, al filo de la madrugada.

Al final de la historia, Travolta huye de casa, para intentar, al menos, un comienzo desde cero, en otro lado. Se quedaba con la chica bonita, aunque no de la manera clásica: un final agridulce, un poco exagerado, tal vez creíble. Un churro, pues.

En este mismo instante, Yvonne Elliman canta “If I Can´t Have You”. La película terminó. Corre el año de l977. Elvis todavía está vivo. Aquel mundo que entonces creía completo, está felizmente inacabado, y yo estoy absolutamente vivo.

Por eso digo que a estas horas sentí una increíble ternura por Travolta, pero, claro, esto no tiene nada que ver con él.

HOJAS DE ROBLE MOJADAS



El teniente Reinhard “Teddy” Suhren tenía veinticinco años y era miembro de la flota de submarinos de la marina de guerra alemana, y comandante del submarino U-564. Su tripulación la conformaban chicos de no más de veintiún años y tanto ellos como sus oficiales, eran desenfadaos y cínicos tanto como eran jóvenes pues sabían - a la larga - que sus probabilidades de sobrevivir a la guerra eran mínimas.

Ese carácter, más la propaganda oficial, y una despiadada efectividad en combate, habían convertido a Teddy Surhen en una estrella pop de la guerra. Ningún comandante de submarinos, en ninguna guerra de ninguna otra época, sería tan mortífero que ese joven comandante que, en una noche sin luna del mes de mayo, tuvo ocurrencia de declararle la guerra a México sin saberlo.

Cerca de Florida, el 12 de mayo de 1942. Surhen encontró una nueva víctima, un buque petrolero, iluminado como si fuera un árbol de Navidad: algo fuera de lo común, pues todas las naves aliadas navegaban a oscuras, para evitar ser atacadas por los Lobos Grises de la Kriegsmarine.

Surhen dudó: solo las embarcaciones de países neutrales navegaban siempre con sus luces encendidas. Era una convención internacional. Además, pintaban en gran formato su bandera nacional a babor y estribor, era imposible no verlas.

- Es un imbécil que se cree muy seguro, ya sabes, como son los yankees - fue la opinión de Ferdinand Gessler, su primer oficial.

Teddy Surhen se pegó al periscopio. Qué molestia, carajo. Con un barco más que hundiera, le podría añadir a su Cruz de Hierro un par de Hojas de Roble: pero, sí, ahí estaba la maldita bandera.

- Verifica en el manual los siguientes colores - ordenó a Gessler - rojo-blanco-verde, en franjas verticales…

-¿Rojo-blanco-verde? ¿En franjas verticales? ¡No existe!

- ¿No existe? ¡Mierda, está enfrente de nosotros, rojo-blanco-verde en franjas verticales!

Teddy Surhen se decidió rápido: Vengan esas Hojas de Roble Mojadas, como les decían los submarinistas con humor negro a esas condecoraciones.

-¿Distancia al objetivo?

-¡Seiscientos metros!

-Corregir rumbo 167 grados, preparen torpedos de proa, uno y dos

-¡Torpedos listos y armados!

-Fuera uno…y dos…

El submarino se estremeció tras el lanzamiento de ambos torpedos y medio minuto después, una gran explosión iluminó el horizonte. El buque petrolero ardió hasta el amanecer. Su casco quedó partido en dos, formando una V de la victoria, tal y como permanece hasta hoy.

Teddy Surhen nunca lo supo, y tal vez nunca le importó saberlo, pero el buque en cuestión era el BT Potrero del Llano, de bandera mexicana.

Más sorprendido hubiera quedado de saber que la cancillería mexicana declaró la guerra a Italia, Alemania y Japón, al mismo tiempo. El Indio Fernández, dicen que dijo “Eso es tener huevos”, pero más bien, eso era tener un fino sentido de la distancia, pues más de diez mil kilómetros - y los Estados Unidos - separaban a México de cualquiera de sus “extraños enemigos”.

Fue hasta 1945, en Filipinas, cuando un contingente aéreo mexicano vio combate intensivamente en el frente del Pacífico.

México perdería cinco pilotos, pero según el General Douglas MacArthur, jefe de las fuerzas aliadas en el Pacífico, los pilotos del Escuadrón 201 de la Fuerza Aérea Expedicionaria Mexicana habían sido responsables de eliminar (ellos solos, según don Douglas ) a 20,000 soldados del ejército imperial japonés.

Todo gracias a un par de Hojas de Roble mojadas, una bandera mexicana mal pintada y un teniente alemán con mala leche.

UNA CHUSMA CON LOS PIES DESCALZOS






Más sobre el Factor Bisagra, o como la suerte y la estupidez humana pueden cambiar la Historia…

From this day to the ending of the world,
We in it shall be remembered,

We few, we happy few, we band of brothers;
For he to-day that sheds his blood with me
Shall be my brother…

(William Shakespeare / Henry V)

Durante la Guerra de los Cien Años, a algunos kilómetros del puerto de Calais, dos ejércitos enemigos acampan medio kilómetro uno del otro, para pasar la noche. Uno es francés, el otro inglés y el día siguiente combatirán a muerte. Entre ellos, se extiende un campo de trigo recién sembrado, que, obviamente, ese año no dará cosecha alguna.

El contingente bajo el mando de Charles d’Albret, Condestable de Francia, era numeroso: 20,000 soldados, de los cuales ocho mil eran caballeros. El resto del campamento estaba conformado por infantes armados con picas y ballestas.

Del otro lado, el rey de Inglaterra, Enrique V, supervisaba a sus soldados: apenas mil caballeros y cinco mil soldados de a pie. Habían incursionado por territorio francés saliendo desde la costa, pero viéndose acosados por fuerzas superiores, intentaron retirarse, pero el enemigo había cortado su ruta de escape.

El rey inglés sentía en la nuca el vaho helado de la muerte, sus hombres también: mientras que en el campamento francés mercaban las prostitutas, tocaban los músicos, fiaban aguardiente los tenderos y el bullicio era generalizado, los soldados ingleses afilaban sus armas, aceitaban albardas o cortaban las ramas de los abedules y los olmos para fabricar flechas, en silencio. Sufrían de disentería y hambre: estaban agobiados y la derrota tal vez fuera un mal menor, quizá el último que tuvieran que sufrir.

Harry paseó entre sus arqueros, que a pesar de los caballeros armados de pesadas armaduras y veloces corceles eran la auténtica y humilde elite de su ejército.

Los tenía en altísima estima pues podían lanzar, a poco menos de medio kilómetro, cuarenta mil flechas por minuto. Hasta la llegada de la artillería de Napoléon, en el siglo XIX, no existiría fuerza más mortífera contra la infantería que el arco largo galés, un arma primitiva y eficaz.

Uno de ellos lo reconoció:

“¡Honor al rey, que está presente!”

“¡Ho, Harry! Ho, Harry!” - el grito se extendió por el campamento y la noche.

El rey encaró al soldado que lo había reconocido.

“¿Cuál es tu nombre, arquero?” – demandó Harry

“¡Fuellen de Gales, sargento en armas de Su Majestad!”

“Te traje a morir lejos, Fuellen de Gales” dijo sin mucho ánimo el rey de Inglaterra.

El otro levantó una mirada endurecida: la del que no tiene nada que perder.

“Mejor morir con milord en Francia, que morir de hambre en Inglaterra…”

Harry se sorprendió ¿Morir de hambre en Inglaterra? ¿Qué sabía el rey de los ingleses sobre los padecimientos de sus súbditos? Nada. Por una vez, la mirada de Fuellen de Gales y el soberano coincidieron, igualados por la muerte cercana.

“Si mañana la victoria es nuestra, tú y tus hombres no volverán a conocer el hambre…” – el rey levantó la voz, intentando un gesto magnífico que tuvo efecto sobre sus hombres.

El grito “¡Harry!¡Harry!¡Harry!” se extendió por el campamento nuevamente.

Corrían los años de la Edad Media, y en la guerra, la suerte de los nobles definía la de su infantería, pero mientras que a los aristócratas derrotados, cuando eran afortunados, los protegía el código de la caballería y se les tomaba prisioneros para pedir rescate, al soldado común se le pasaba a cuchillo sin misericordia.

Esa noche, apenas había cerrado los ojos el rey inglés, para pedir por su alma y por una muerte rápida, cuando las puertas del cielo se abrieron y llovió toda la noche.

Al despertar, Harry descubrió que la pradera entre ambos ejércitos se había convertido en una ciénega. Y aunque no era cosa de echarse a brincar de gusto, también notó que el comandante francés se había precipitado: el campo de batalla era una franja larga y angosta, bordeada en ambos lados por bosques.

En esas condiciones, el enemigo desperdiciaba su superioridad numérica: la infantería no tendría espacio para maniobrar.

El Condestable de Francia pensaba igual respecto al terreno anegado: era poco favorable para la caballería.

Esperemos - dijo a los nobles que lo acompañaban - a que el suelo recupere su firmeza. Lo rodeaban el duque de Alencon, de Borgoña, de Rohan y Orleáns. Estaban ahí los condes de Armañac y Borbón, ambos acérrimos rivales y aspirantes a la corona francesa, y también el no menos influyente duque de Brabante.
Este último se burló.

“¿Su señoría el Condestable le teme a una chusma con los pies descalzos?”

El resto de los caballeros, que de aristócratas tenían lo que tenían de necios, se unieron a la burla. Alguien acusó a d’Albret de quererles “escamotear la gloria que les correspondía”. El Condestable, estúpidamente, cedió. Ataquemos, pues, dijo flemáticamente.

En el campamento inglés, el rey entendió que su única posibilidad de salvación suponía aguantar las oleadas de caballería e infantería: se clavaron al suelo filosas estacas para proteger de las cargas de caballería a los arqueros. Estos fueron dispuestos formando una media luna que iba de un extremo a otro del angosto terreno. Los protegerían alabarderos y picadores, que con sus pértigas puntiagudas de cuatro metros de largo, protegerían a los arqueros como última defensa. Harry apostó su reino y su vida los arqueros: que los arcos largos de Gales honraran su fama.

El rey se formó entre ellos, en la línea del centro, lo acompañaba un pequeño destacamento de caballeros, por una razón obvia: cuando el rey se digna a morir a tu lado, acobardarse es impensable.

A sus flancos, quedaban la caballería del conde de Gloucester y la del duque de Oxford, con órdenes estrictas de esperar.

Los ejércitos quedaron frente a frente. Uno no podía atacar. El otro dudaba.

El Condestable, no encontrando mejor alternativa, ordenó avanzar a galope.

Como lo había temido, lo hicieron a cámara lenta. Con el peso de los jinetes y sus armaduras, los caballos se hundían en el cieno, incapaces de acelerar. Harry tomó la iniciativa. Shakespeare dice que en esos momentos, el rey pronunció un rezo desesperado: “Señor de los ejércitos, endurece el corazón de mis soldados…” y 40,000 flechas por minuto cayeron sobre la caballería francesa, atravesando armaduras, pero sobre todo, hiriendo mortalmente a los corceles, que rodaron sobre el campo enlodado, quedando sus caballeros con la cara al cielo, moviendo piernas y brazos, como escarabajos gigantes, incapaces de ponerse de pie por el peso de sus armaduras.

El Condestable de Francia, viendo el desastre, dirigió personalmente el segundo ataque. Ordenó que los caballeros fueran precedidos por la infantería, y se lanzó al asalto. En su yelmo rebotaron las flechas, en su escudo se incrustaron otras más, pero frente a la primera línea inglesa, su caballo se acobardó, frenando súbitamente y proyectándolo hacia la línea de estacas afiladas. El ataque perdió ímpetu y en quince minutos, la suerte de la batalla estuvo echada. Las crónicas de la época relatan que las oleadas sucesivas chocaron con los cadáveres apilados de bestias y hombres, que la lluvia de flechas no cesaba.

Al mediodía, Enrique de Lancaster dio por terminada la lucha.

Algunos historiadores, especialmente los ingleses, explican la muerte de los caballeros franceses prisioneros de distintas maneras. Casi al finalizar la batalla, el rey manda llamar a Fuellen de Gales. Empeñó su palabra, no lo olvida: No volverás a tener hambre.

Y permite – ordena - que él y sus arqueros vencedores arrasen el campamento francés, que tomen sus pertenencias, que asesinen a los cautivos. Sus caballeros respingan. ¡Eso es contrario a las leyes de la caballería! protesta el duque de Gloucester. El rey apunta a su infantería. Ellos no son caballeros. Son el cuerpo de arqueros del rey.

Está conciente de su falta. Es más, teme al juicio que harán sus pares, Dios y tal vez hasta la Historia, pero de eso se ocupará después.

Ahora, debe atender labores protocolarias: en su tienda de campaña lo espera el heraldo, el Conde de Montjoie. El heraldo es francés, y es también una institución que está por morir, pues pertenece a la época que acaba de desaparecer, la de los caballeros de armadura montados.

Se trata de un árbitro imparcial, encargado de hacer observar las reglas de la caballería. Como tal, no le es ajena la masacre que se acaba de hacer con los prisioneros, pero no puede hacer nada al respecto.

Saluda al inglés, que quiere acabar con la ceremonia tan pronto como pueda, para largarse de regreso a Calais y la seguridad.

“Montjoie. ¿Cuál es el resultado de la batalla?”

“Victoria inglesa, Sire”

“Ese castillo que está sobre la colina… ¿cómo se llama?”

“Castillo de Agincourt, Milord”

“¿Y su dueño?”

Montjoie apunta al cadáver de un prisionero recién asesinado por el sargento de armas.

Enrique se estremece, pero él es el vencedor y se puede dar el lujo de ser arrogante.

“Pues quede para la historia. En la batalla de Agincourt, los bravos ingleses, inferiores en número, vencimos a la flor y nata de la realiza francesa. Puede marcharse…”

En las ciudades que recién aparecían en las encrucijadas de las rutas comerciales de Europa apareció un hombre nuevo: el pequeño burgués, el hombre libre, par de aquellos infantes bajo el mando directo de Fuellen de Gales, que probaban que la habilidad personal – así fuera para tensar la cuerda de un arco, cardar la lana o fijar el precio de la mantequilla - igualaba a los hombres no solo en el campo de batalla, sino en cualquier campo de la experiencia humana.

Así terminó la Edad Media, en un campo de batalla enlodado, donde la supuesta superioridad de la aristocracia francesa fue diezmada por una chusma con los pies descalzos, y no solo eso, de paso también moría el feudalismo y el mercantilismo, abuelo por derecho propio del sistema de libre mercado, tomo por asalto Europa occidental.

viernes, 20 de junio de 2008

"LLAMADME ISMAEL..."


Con esta frase – “Llamadme Ismael” - inicia una de las obras maestras de la literatura norteamericana: Moby Dick, de Herman Melville.

Se puede interpretar como una novela de aventuras, una versión más de la lucha primigenia entre el hombre y la bestia. Incluso, simbólicamente, la lucha entre el bien y el mal. Pero Melville es implacable, más aún que los villanos de su obra, por eso llenó su libro de analogías que son y serán válidas, por los siglos de los siglos, o hasta que el sol se funda, que es casi lo mismo.

Ismael, el narrador, se enrola en la tripulación de un buque ballenero, el Pequod, comandando por el capitán Acab, pero no llega a conocerlo personalmente sino hasta varios días después, cuando ya navegan en alta mar. Describe a toda la tripulación minuciosamente, pero al referirse al capitán, lo refiere como un individuo con una sola obsesión, que es la de cazar a una furiosa ballena blanca, a la que los arponeros del barco apodan Moby Dick.

En el capitán Acab la vida se ha reducido, sobre cualquier otro objetivo, a la venganza, aunque esto signifique la destrucción de su buque y la muerte de todos sus tripulantes. Sus subalternos se dan cuenta de esto, de una manera u otra llegan a la misma conclusión, pero dejan que la conducta obsesiva de su capitán los arrastre a todos sin remedio, siendo el clímax del relato el enfrentamiento final entre la tripulación del Pequod y la mítica ballena, quedando destrozado el buque, su tripulación muerta: Moby Dick ha triunfado, y Acab, atrapado entre las cuerdas de los arpones que erizan el lomo de la ballena blanca, es arrastrado a las profundidades del Atlántico Sur, prisionero final de su obsesión.

Ismael es el único que vive para contarlo, su historia es el relato de un sobreviviente.

Melville en su libro parece que intenta prevenir, para quien quiera leerlo, de los capitanes Acab de este mundo, que existen, que de ficticios solo tienen sus principios.

Son esos que insisten torpemente en destruir naves, aunque no sean las propias; y de arriesgar a sus tripulantes sin su consentimiento.

En estos comandantes derrotados, sus causas han superado a sus afectos, si es que los han tenido alguna vez.

Pensando en esto, ayer encendí una vela por la presunta tripulación de un capitancito Acab de nuestro tiempo, el impredecible señor López Obrador, que a falta de votos para alcanzar la presidencia de la república, pretende lanzarse a la caza de su muy personal ballena blanca, sin darle importancia a las consecuencias, así sea perder a su tripulación, o a dañar la nave, que, igual que pasaba con el Acab de Melville, tampoco le pertenecía.

Es condenable, sí, pero que la tripulación quede expectante y sin saber qué hacer, o que lo vea como una broma para humores feroces, es lo más preocupante de la situación.

PIPPA BACCA EN EL BOSQUECITO DE BAMBI

"Quiero demostrar que cuando uno confía en los demás recibe sólo cosas buenas"
- Guiseppina Pasqualino di Marineo, alias Pippa Bacca (1975-2008)


En abril pasado la artista de performance italiana Pippa Bacca, llevó a cabo una idea que venía madurando desde hacía algunos meses con su amiga, la también artista Silvia Moro.

El proyecto se llamó Brides on Tour y la idea era que ambas recorrieran algunos de los lugares más peligrosos de Europa y el Medio Oriente vestidas de novia y viajando en “autostop”, o como diríamos en México, “de aventón”.

La artista, entusiasmada, explicaba que el vestido de novia era una metáfora, pues estaba convencida de que te podías “casar” con el otro, compartir, conocerse y derribar los prejuicios. Cuando pones tu seguridad en manos de otro – dijo antes de partir - estás demostrando una confianza máxima. Y la mujer, después de todo, es la fuente de vida, de sensatez, de equilibrio… la reacción de la gente será de bondad, de interés, de reflexión.

Esa era la esencia misma del proyecto.

Las artistas decidieron salir de Milán en 8 de marzo, día en que se conmemora el Día de la Mujer Trabajadora. Su paso por Italia, Eslovenia, Croacia, Bosnia, Bulgaria, Grecia, Turquía, Siria, Líbano e Israel podía ser consultado en un blog que aún existe en la red, donde puntualmente sus amigos y público en general podrían seguirlas en su recorrido.

Las dos amigas llegaron juntas a Estambul, pero decidieron separarse, tomar rutas distintas y encontrarse una vez más en Beirut, a mediados de abril.

Pero Pippa Bacca no llegó a la cita.

El día once de ese mismo mes, a las afueras de un pueblo turco cerca de la frontera siria, un hombre con antecedentes penales la invitó a subir a su auto, se desvió a un camino secundario y la violó. Posteriormente la estranguló con el velo de su vestido blanco.

El cuerpo fue encontrado cinco días después, desnudo y enterrado en una tumba al ras de la tierra.

La conmoción en Italia no fue tan fuerte como lo fue en Turquía: este país espera con ansia su admisión a la Comunidad Europea.

El asesinato de una mujer occidental a manos de un turco conmocionó a los turcos de manera distinta. Unos, al comprender que era un golpe a las aspiraciones proeuropeas turcas, mostraron demasiado públicamente su repudio. Para otros, la realidad les mostró el rostro verdadero del país: oculto tras la cosmopolita fachada de Estambul, Turquía sigue cobijando una faz machista, violenta e intolerante. Es un país afectado por la dicotomía entre este y oeste, esa que ya sentenciaba proféticamente Rudyard Kipling: “Oriente es Oriente, Occidente es Occidente; y jamás habrán de juntarse”.

Por las razones que fueran, los turcos mostraron mayor rechazo a la violencia ejercida contra la artista, cuya muerte fue opacada en Italia pues allá los medios de comunicación estaban ocupados entonces por el retorno al poder de ese Mussolini de bolsillo que es Silvio Berlusconi.

Cuando leí la noticia me llamó la atención el fenómeno suicida que se da tanto entre los occidentales: ese de creer que el mundo es bueno, que debe seguir los valores occidentales por obligación o por ingenuidad.

Yo todavía no se quién mató a Pippa Bacca. No se si lo hizo un turco “demente”, o si lo hizo una sociedad que la hizo creer estúpidamente, como dijo salitrosamente Pérez Reverte, que solo se necesita un vestido de novia para convertir al mundo en el bosquecito de Bambi.

martes, 17 de junio de 2008

ARQUITECTURA CHINA Y CUENTOS CHINOS...

"Disculpe Usted, yo no sé hacer bromas con la arquitectura..."
- Dr Arq Joaquín Lorda

La Arquitectura es la más reaccionaria de las artes. Está alineada con los regímenes y con los poderosos. Esto decía Georges Bataille, sin darse por enterado de esa otra sentencia que emitiera Octavio Paz: "La Arquitectura es el testigo insobornable de la Historia".

Es cierto: la arquitectura - la última arquitectura y la más publicitada - tiene cada vez menos que ver con aquella sentencia de Norman Foster: La Arquitectura es sobre la gente y sus problemas.


En China, con motivo de los Juegos Olímpicos de Pekín, desde hace un lustro se abrieron las chequeras para venderle al resto del planeta la idea de que los represores, en el fondo, son esencialmente buenos. La paráfrasis obligada es de Ana Frank.

Y así, el mundo no se decide qué lado ver de China. Si es un régimen represivo con el que conviene estar de acuerdo, vivir la fiesta globalizadora de los juegos olímpicos - donde los juegos ya son lo de menos y los mensajes políticos son lo de más - y hacer como que no pasa nada; o de plano pasar por alta tanta maravilla y cuestionar, abiertamente, la carencia de derechos civiles de sus ciudadanos y los daños graves al medio ambiente que ese país hace cotidianamente, bajo un manto total de censura informativa.

Y como las imágenes valen más que mil palabras, los mandatarios chinos han conseguido que algunas de las firmas más importantes de arquitectura, especialmente de Europa, diseñen proyectos increíbles, apantalladores, costosísimos, novedosos... esos que no sobreviven a la moda de una década, y que en poco más de eso son derribados para ergir otros elefantes deslumbradores, si es que en ese tiempo todavía existe alguien a quién les interese deslumbrar.

La nueva arquitectura china - a final de cuentas es china porque está siendo diseñada ahí, aunque los edificios no guarden respeto por el entorno, ni tengan mucho que ver con alguna tradición artística local y aunque los únicos chinos en esos proyectos sean los que empujan las carretillas - hecha por occidentales es de ese tipo de obras que no son funcionales ni económicas, y, atención, existen para cualquier arquitecto cuatro factores que se deben tomar en cuenta a la hora de diseñar: economía, estabilidad, belleza y funcionalidad, las famosas estilitas, firmitas, venustas de Vitrubio.

Pueden ser proyectos escandalosos y llamativos, pero que un gobierno con asignaturas pendientes en muchos otros rubros destine tantos recursos a obras que se llevaran a cabo para apantallar a los visitantes, es un gobierno que no ha dejado atrás su pasado represivo y violento.

Claro, a este respecto y ante el business, cualquiera tiende a ser olvidadizo y dejarse llevar por la imagen, por la publicidad del Star System arquitectónico, que ante este tipo de encargos, reaccionan como los pasajeros de primera a bordo del Titanic: exigen que en los botes salvavidas se respete el privilegio de la Primera Clase, y el resto poco importa.

Esto viene a cuento porque falta poco para los olímpicos de Pekín. Pronto la televisión oficial china, la CCTV, que tendrá el monopolio de las imágenes en todos los eventos deportivos, nos mostrará un país feliz donde todos reman para el mismo lado. Y la arquitectura será cómplice de esto, irremediablemente, dándole la razón al viejo Bataille y a don Octavio Paz.


En lo personal, mi imagen favorita de esa China que todavía existe es ésta, la del "hombre del tanque", tomada por Charlie Cole durante la crisis de Tianamen, en 1989.

En Italia, un poeta tituló a esta fotografía "El desfile de un hombre solitario hacia la Ciudad Prohibida". La revista TIME llamó a ese personaje, "El Rebelde Desconocido", incluyéndolo en la lista de las cien personalidades más influyentes del Siglo XX, nada más y nada menos que al lado de Mohandas Ghandi, Franklin D Roosevelt y Juan Pablo II.

Ese verano de 1989, un millón de chinos protestaron contra su gobierno, que básicamente es el mismo que ahora levanta edifcios de alta tecnología en Pekín, mientras en otras áreas del país construye escuelas y hospitales con un nivel de calidad ínfimo, como las que aplastaron a cientos de niños chinos el mes de abril pasado, durante un terremoto de medianas proporciones.

El Rebelde Desconocido detuvo por noventa minutos una columna de diecisiete tanques, simplemente colocándose frente a ellos, sin otra arma que la compra que acababa de hacer en el súper una hora antes: "¿Qué no ha habido suficientes muertes? Deberían marcharse. Mi ciudad está en caos por culpa de Ustedes ". Nadie supo qué fue de él: poco después se desató la masacre que costaría la vida a muchos de los protestantes. Tal vez lleve una existencia común y corriente en algún lado, o tal vez haya muerto ese mismo día. Nadie lo sabe.

Si estuviera vivo - y espero que lo esté - me gustaría preguntarle qué piensa del proyecto de Herzog y Meuron para el estadio olímpico, que es una poetización cándida del nido de un pájaro; o de la imponente torre de CCTV de Rem Koolhaas; o del proyecto de los autralianos de PTW para la alberca olímpica, que seguramente está inspirado en la casa de Bob Esponja.

Me gustaría, digo, porque a final de cuentas, si es cierto que la arquitectura es el testigo insobornable de la historia, parece que alguien ya le llegó al precio.

06/16/2008