lunes, 12 de diciembre de 2011










Juan Diego, Entrevista


(Aunque evidentemente esto es un trabajo de ficción, los datos históricos aquí citados son verdaderos)

¿Han recibido correo no deseado que luego resulta que te salva el día, y puede que hasta el año entero?
Yo sí: justo la semana pasada recibí un correo electrónico que estuve a punto de desechar porque en el subject se leía:
¿Quieres tener una entrevista con Juan Diego?
Y el cuerpo del texto era igual de lacónico:
Nos vemos el miércoles a las 16.00 hrs en la cantina El Santuario, a dos cuadras de la Basílica. Y si no le interesa, pos no vaya.
Casualmente me habían pedido una columna sobre el 12 de diciembre, gran coincidencia, y a falta de cosa mejor que hacer, me lancé a la cantina en cuestión, que es de esas de aserrín en el piso, escupidera en las esquinas y una barra de madera de color indefinido por el tiempo.
Justo pedía un mezcal al cantinero, cuando un individuo se plantó junto a mí, con una sonrisa brillante - más pícara que alegre - adornando una barbita de candado que remataba en una piocha como de chivo. Me extendió la mano. Sí, era Juan Diego.
No podía ser otra persona porque estaba igualito que en las estampitas: llevaba el calzón de manta blanca a media pantorrilla. Como Caltzontzin, el personaje de Rius, calzando unos huaraches bíblicos – se veían viejísimos – que llevaban gastadas ya varias suelas de llanta (hice una nota mental: en tiempos de la Colonia, no había neumáticos) y bajo el brazo llevaba enrollado algo que parecía un petate.
-Inspector – abrió fuego el santo - me da gusto saber que creció y se hizo hombre de bien. Su mamá pedía mucho por Usted a la virgencita…ahorita está muy contenta, pero dice que se preocupa porque a veces sigue siendo medio brusco con la gente.
No supe qué decir y mejor pedí un mezcal también para él y pensé “Caray, lo que daría Sandoval Íñiguez por estar aquí.”
Juan Diego negó con la cabeza - Pues creo que no tanto: si a los obispos les caía gordo, a los cardenales, supongo que les caigo pior.
-Oiga, empecé hablando con cuidado, no me fuera a leer la mente …emmm (¡Coño!¿Cómo entrevistas a un santo?)
-Tranqui, no se me apanique, como decía un compadre huichol: yo guío el viaje…nomás aguante - apuró su trago y pidió otro haciéndole una señal al cantinero. La entrevista empezó.
-Dicen que estuve ahí ¿sabes? en el Tepeyac. Dicen que pasé por el cerro una mañana del siete de diciembre, pero la verdad es que ni ese día ni el siguiente fui a la casa del Obispo Juan de Zumárraga. Apenas había caído Tenochtitlán hacía poco menos de diez años, la ciudad todavía estaba en ruinas… ¿Crees que un Obispo recibiría a un indio así nomás? Nunca.
Me zampé mi mezcal de un trago y ya con más valor, lo interrumpí:
-Hay una relación de esos años, en el códice Nican Mopohua, ahí dice…
- Ah, claro, el Nican – dijo interrumpiéndome mientras hundía los dedos en un tazón de cacahuates – ese es el único documento en el que se basan los “aparicionistas” para dar como bueno el milagro de Guadalupe ¡Pero se escribió veinte años después de que pasó lo que dicen que pasó! Y verá, el Obispo Zumárraga nunca relató nada sobre las apariciones guadalupanas en sus memorias. Ni siquiera en su testamento incluyó en su relación de hechos – algo típico entonces – el haber mandado levantar una ermita donde ahora está el Santuario de Guadalupe. Y, bueno, si la madre de Dios se manifiesta durante tu obispado, ¿no lo cuentas como sea y a quién sea? Pues Zumárraga no lo hizo. Murió como olvidando eso. Y contrario a la leyenda, nunca nos conocimos. Es más, en un catecismo editado en 1547, escribió “Ya no quiere el Redentor del mundo que se hagan milagros, porque no son menester…”
-¿Y luego? ¿Te sientes santo?
-Y luego, nada. En estos días no te hacen santo los milagros, sino la fe ajena, la inexorable roca de las creencias de otras personas…eso si mueve montañas. Juan Diego por sí mismo, nanay. Fui beato por imposición y ahora soy santo por clamor popular, sin pruebas de por medio, así que me puedes llamar “santo legítimo”, aunque siendo un santo indígena, le valgo madre a los indígenas, pero supongo que es porque la nueva forma de fabricar santos se tarda algo en causar euforia. Antes las cosas tenían otro matiz, pero no eran ni mejores ni peores que hoy. Simplemente los tiempos cambian.
-¿Cómo?
-Pues… hay santos y santos. ¿Existió San Jorge, el santo patrono de los británicos? Mataba dragones. ¡Y los dragones no existen! ¿Y los niños mártires de Tlaxcala? un trío de chavales bautizados que son cuchileados por un cura para que se metan en casas ajenas a romper ídolos porque –según ellos –el único Dios verdadero era el suyo…Y toda esa serie de santos y mártires medievales, cada cual martirizado de peor forma, a los que les conceden gracias brutales y que a su vez conceden gracias prodigiosas: le rezan a Santa Águeda, a la que asaron viva los romanos, y el volcán Etna no arrasa la ciudad de Catania, Santa Catalina también fue martirizada: iban a destrozarla entre dos ruedas de coche, pero un rayo divino destruyó el artilugio…y entonces nomás la decapitaron. San Cucufato – no es broma, así se llamaba – se salvó de la muerte varias veces, pero Dios atendió sus plegarias donde pedía morir mártir y lo apedrearon hasta morir cerca de Barcelona. Y de nadie de ellos se sabe donde están sus tumbas ni se tiene testimonio alguno de sus vidas por parte de testigos contemporáneos. Vaya, eso de ser santo es complicado. Sobre todo si no existes, como hay muchos casos. Yo digo que la mayoría.
-¿Conoces a algunos?
Juan Diego atacó un recién servido platón con tacos de cueritos que trajo el cantinero. Se quitó una cascarita de cacahuate que le colgaba del labio superior y sin mirar alargó el brazo para tomar una cerveza helada que ya lo esperaba en la barra, entonces me miró a los ojos, como considerando contar o no lo que tenía en la punta de la lengua.
Los conozco a todos –concedió - a los más mejores, a los bien magníficos, y podrían ser católicos, musulmanes, protestantes o ateos: no tuvieron filiación con Iglesia alguna, sino con el fulano que estuvo cerca de ellos cuando se les iluminó la cabeza, el corazón, o ambas cosas y les dio por hacer locuras inexplicables…
-Juan, a ver, ‘pérate… tú hablas de héroes…
-No, no, inspector. Ser héroe es otra cosa, es algo más público y general: la patria, las banderas, la gloria, tonterías similares. Es santo el que es modesto y hace lo que tiene que hacer a pesar de estar cansado o terriblemente agobiado por la rutina – entonces chasqueó los dedos y las puertas de vaivén de la cantina se abrieron: justo pasaba por ahí un padre ciego guiado por un niño de pocos años.
-Ahí tienes: santidad instantánea.
-Ya andas mal… ( me sentí bien tuteándome con un santo)
-Nunca más sobrio: ese hombre que acaba de pasar está en sesión permanente, dándole a ese pequeño una lección diaria de humildad y de paciencia. El niño se ha hecho fuerte: tiene ocho años, pero ya puede aguantar una carga de caballería solito… querías ver santos, pero yo prefiero enseñarte tipos comunes y corrientes, que se sostienen con fe extraordinaria. En realidad ellos son la infantería que sostiene al mundo, o lo mantiene rodando. A pesar de cualquier cosa. A pesar de un dios sordo, de una iglesia muda.
-Muchas analogías militares…y a ver si no te corren del Cielo.
-Es que últimamente me junto mucho con San Ignacio de Loyola y ese fue soldado media vida y contestatario siempre.


-En el Nican Mophoua te citan diciéndole a la virgen algo que ilustra mucho la relación entre indígenas y españoles… ¿lo recuerdas?
- Ps, me acuerdo de todo, pero seguramente te refieres a lo que le dije a Guadalupe cuando me manda con Zumárraga: “me envías a un lugar donde no ando y no paro…” ¿A eso te refieres? No te quiebres la cabeza. Había un abismo entre nosotros, los vencidos y los sacerdotes españoles. Ese cuento de la evangelización victoriosa extendiéndose por México como fuego sobre hierba seca es un mito genial. Tardaron décadas en convertirnos. A los conversos que enviaban los padrecitos para ayudar en la evangelización, otros indios los mataban con saña por traidores. A eso me refería: me mandas a una fiesta ajena. Esto no va conmigo porque cuando pase todo el jolgorio y cuelguen la tilma en la pared de algún templo, nadie me recordará, a mí, al indio. ¿Tuve razón? Claro: yo aparezco en la narración del milagro hasta 1658, casi siglo y medio después, no antes. Y pasa lo mismo con los indígenas de este país quinientos años más tarde. Hoy ni los ven ni los oyen. Hasta a mí me tocó en el mismísimo año de mi santificación, ¿O no te acuerdas lo que dijo Fernández de Cevallos de mí? “Juan Diego era un indio, si, pero no un indio patarrajada cualquiera, sino un descendiente de emperadores”. O algo así.
- ¿Y tú desciendes de emperadores?- pregunté
Juan Diego tomó de un jalón el tercer caballito de mezcal recién puesto en la barra mientras en la otra mano asía con fuerza una manita de puerco en escabeche. A mí las manitas de puerco me dan ñáñaras.
-¿Y eso de descender de emperadores me hace más yo o menos prójimo? Caray, inspector ¿Por qué no trabajas en Caras o alguna revistilla de esas? Claro que no. ¡Ah! también recuerdo como el Vaticano, cambió la imagen del Juan Diego tradicional (acá, tu rey mago) y presentó su imagen oficial, un fulano bien afeitado, que hasta ojitos verdes tenía y su piel no era color canela, sino bronceado tipo gringa en Acapulco.
-¿Pero finalmente te habló en el Tepeyac la Guadalupana?
- Nunca lo he negado, inspector, y cuando la vi me puse contento: creí que era mi señora Tonatzin.
-¿Entonces tú no “ibas pasando por el Tepeyac”?
-Nel. Yo le rezaba a los dioses de mis padres ahí en el cerro sagrado. Como todas las mañanas. Esa es la verdad.
En sus ojos había un cierto desafío que no supe si atribuirle al mezcal que se había tomado él, al que me había tomado yo, o al recuerdo lejano de sus dioses antiguos, arrebatados. Decidí cambiar de tema.
-Decías que admirabas a otros santos…
-Maximilano Kolbe. Polaco. Asesinado en Auschwitz en 1941 por los nazis, invasores de su tierra. Don Max pidió tomar el lugar de un condenado a muerte para que este pudiera volver a ver a sus hijos y su familia. Los alemanes lo encerraron en una celda y lo dejaron morir de hambre y sed. El sobreviviente, un sargento polaco, sobrevivió junto a su familia al infierno del campo de exterminio, vivió una larga vida, fue devoto y feliz…esos son milagros y no fregaderas.
Me imaginé a Kolbe muriendo de hambre y pedí unos tacos de deshebrada. Juan Diego tomó uno del plato humeante, poniéndole tanta salsa de habanero que parecía que se quería suicidar.
-¿Crees en los milagros? pregunté de primera intención.
Masticando un buen bocado, mi entrevistado mantuvo los ojos cerrados a medias, como meditando.
-Creo, si, pero somos una raza a la que le gustan los trucos de magia, los espejitos, los vestidos de chaquira y las matracas. Soy un mal parámetro porque soy crédulo por herencia. ¿Y tú?
-Pues yo no sé…
-Yo sí: ¿Verdá que te mueres por ir a mear? ¿Qué no?
Efectivamente, sentí unas ganas urgentes. Corrí. Y cuando regresé, Juan Diego ya se había ido.
El cantinero me miró, compasivo.
-Siempre hace lo mismo, güero, siempre: se espera que se levanten al servicio, paga la cuenta, y se va. Y ya no lo vuelvo a ver hasta el diciembre siguiente.
-¿Siempre?
-Sí, al menos desde que mi abuelo compró la cantina. Siéntese. Le sirvo otro mezcalito: cortesía de la casa. Y deje le cambio el tazón de los cacahuates.