martes, 20 de noviembre de 2012

LA REVOLUCIÓN, SEGÚN RODRÍGUEZ




 















“I like a man that grins when he fights…”
(Winston Churchill)

Escribo esto gracias a que mi abuelo un día tuvo mala suerte. Mala, pero de la de la buena: la ardiente mañana del 20 de julio de 1923 perdió un sorteo que le salvó la vida. 

Ese día, el general Francisco Villa tenía una invitación para un bautizo y mi abuelo, en calidad de profesor de escuela en la hacienda de Canutillo, era de los invitados recurrentes por la especial estima que sentía Villa por los maestros,  y muy particularmente por él, que lo había iniciado en los secretos del ajedrez. Pancho lo apodaba “Profesor Canutillo”. 

Pero había un problema: era día de “raya” y alguien tenía que quedarse como pagador en la hacienda,  así que decidieron dejarlo a la suerte con el clásico “el que saque la ramita más corta,  pierde”. Y mi abuelo perdió, afortunadamente. 

Rumió su mala suerte por toda la Casa Grande de la hacienda de Canutillo – propiedad que algunos decían era un soborno del gobierno federal para que Pancho se apaciguara, y otros decía que era una recompensa por sus desempeño durante la Revolución. 

Cuando Doña Luz Corral, enésima (pero legítima) esposa del Centauro lo mandó callar, El “capitán de infantería-profesor de escuela” Rodolfo Rodríguez se largó al salón de clases, a leer un libro de la pequeña biblioteca que José Vasconcelos en persona había donado para los niños que tomaban clases ahí: en ese mismo sitio lo sorprendió horas después la noticia del asesinato de Villa y sus compañeros. Primero, me dijo, sintió como un mazazo en la cabeza. Después lloró toda la tarde. Nadie se dio cuenta porque la escuela en fin de semana permanecía cerrada.

Le pedí una y otra vez que me contara la historia de la Revolución: para mí era una versión rústica y salvaje de la Ilíada, que mi abuelo contaba, actuaba, reclamaba y lloraba, sentado ante el tablero de ajedrez. 

Ahí el peón quedaba solitario en su casilla y se las arreglaba solo, muriendo o matando en una lobera. El Rey Negro siempre ganaba, porque era el malo.  El alfil de blancas era emboscado y los gruesos muros de las torres – todas - escondían un puñal envenenado para quien fuera, porque durante la Revolución Mexicana tal vez hubo un puñado de hombres buenos, pero nunca existió la lealtad.

El Rey Blanco, en el tablero de ajedrez de mi abuelo, siempre era Francisco I Madero y como era bueno, se moría al principio.

“Madero - decía mi abuelo apoyando un dedo sobre la corona del rey de blancas - fue el más limpio de todos. Sencillo y honesto, era parte de la aristocracia que apostaba a que el viejo Porfirio Díaz permaneciera en la Silla hasta que lo momificaran y que un ventrílocuo gringo viniera a Palacio Nacional a hacerlo funcionar. Con todo, Panchito Madero estaba dispuesto  a unirse a los menos afortunados, así fuera despreciado por los de su clase.”

Mi padre siempre pasaba por ahí, supongo que a propósito, y dejaba caer una bomba: “Bah: si se hubiera quedado don Porfirio, tendríamos el dólar a peso y no el chiquero que tenemos ahorita.”

“Luego – continuaba el viejo y su mano se movía a través del tablero hasta el rey Negro - está Victoriano Huerta. Sagaz, inteligentísimo. Un asesino:  la inteligencia no está peleada con la maldad. Mató a Madero cuando el presidente la confió su seguridad personal, ¡precisamente a él! y un día mandó matar a la mala -como si pudieras matar alguien a la buena- a Panchito Madero y al Vicepresidente Pino Suárez.  Le ayudaron los gringos. El embajador Henry Lane Wilson organizó todo en la Embajada norteamericana. Cuando el ejército federal da su golpe de estado, mi general Villa toma las armas: ahí nacen los Dorados, la División del Norte… las grandes batallas: Torreón, Tierra Blanca, Juárez, Paredón, y el huertismo se acaba con Zacatecas.”

“Y Victoriano, abuelo?”

“Ése era un borracho perdido. Se metía entre pecho y espalda dos botellas diarias de cognac Hennessy. Cuando murió, preso en los Estados Unidos, tenía el hígado del tamaño de un chícharo. A mí el cognac siempre me supo a meados de gato. Nada como el agua de chía…”

“Cuéntame de Rodolfo Fierro…”

“Ah – tomó entre los dedos el alfil negro – era el más cruel de los villistas. Huérfano de padre y madre, nadie le quiso por su carácter difícil y aprendió a odiar al mundo. Era el hombre más valiente que he conocido, pero también el más inescrupuloso, el más vil: murió en 1916, ahogado en una laguna, lastrado del oro que había robado de un tren. Nadie lo lloró porque tenía compañeros de armas, pero jamás tuvo amigos.”

Mi abuelo no tenía casa. Desde su huída de Canutillo viajaba de allá para acá, viviendo en pensiones y hoteles, desempeñando trabajos inverosímiles: censor de ballenas grises en Mulegé, capataz de un rancho chiclero en Colima,  encargado de formar a las milicias cívicas por si los japos, los italianos o los alemanes decidían invadir México durante la Segunda Guerra,  cosas así, increíbles: había conocido a Ricardo Montalbán y a Anthony Quinn, y estuvo presente en el mismísimo instante en que se compusieron los primeros acordes de la Marcha de Zacatecas: “Fue en harpa” me decía confidencialmente.

Pero mi abuelo acababa de cumplir los 96 años y ya no viajaría más: llegó a mi casa con su catre de campaña y lo colocó bajo el hueco de la escalera, para tenderse a morir. En los tres días con sus noches siguientes, hablamos siempre de lo mismo y esa fue nuestra manera de despedirnos.

“Maclovio Herrera, abuelo…” dije casualmente…

Tomó uno de los caballos, el negro: “Maclovio era general de caballería. El mejor de todos. Era medio bruto, pues solamente había aprendido a leer, escribir su nombre y sumar para  hacer cuentas, pero tenía una intuición extraordinaria para ubicar a su brigada, la Benito Juárez, en los sitios más necesarios. A veces Villa le decía donde colocarse, a veces él solito sabía exactamente donde iba a atacar al enemigo o cubrir a la infantería nuestra. Se le volteó a Villa. Trató de convencerlo de que ya dejara las armas en 1917, y Villa lo hizo su enemigo, por puro orgullo. A Herrera lo mataron sin querer sus propios hombres, una noche en que salió del  campamento a mear y se le olvidó  dar la contraseña…”

De Venustiano Carranza, decía que era un gran cabrón, y de Obregón lo mismo, si bien nunca los conoció personalmente. Y de esos ladrones, se negaba a hablar una sola palabra más. 

Le pregunté por Zapata y dijo que simplemente era un ranchero maricón y sus soldados eran capaces de retirarse del combate para comerse un taco o para violar a una soldadera: de plano no entendía la fascinación de la gente por Emiliano.

Del único que habló bien alguna vez fue de Lázaro Cárdenas, al que conoció en Torreón, durante el reparto agrario que desmanteló la producción algodonera de La Laguna, que era la capital mundial de esa fibra y del aceite de semilla de algodón. Hizo miserable a Torreón, Lerdo y Gómez Palacio y todavía le aplaudían.

“El Trompudo”, decía, hizo lo que era necesario para implementar el socialismo a México… y es que, entre otras cosas, mi abuelo también era un comunista, pero a los que les gustaba ir a los toros, beber vinos españoles y pasear en Packards descapotables. Él lo hacía a menudo, cuando su péndulo económico oscilaba hacia el extremo de la abundancia, que no era muy seguido.

Mi padre volvió a aparecerse de la nada, por joder, de nuevo: “Y como general era medio pendejo…”  

Mi abuelo no contestó, pero asintió con la cabeza muy despacio: 

“Lo era. Alvaro Obregón se refería a él cuando acuñó una frase de antología: Sálvanos de un pendejo con iniciativa…”

Recuerdo que anochecía. En piyama, decidí acompañarlo. Le había dicho que permanecería con él hasta el final y aceptó, sin más. 

Mi madre le ofreció llevarle un sacerdote y el viejo ateo (porque también era ateo, aunque parece que a veces creía en Dios) se negó, revolviéndose como gato montés en el catre. 

Finalmente aceptó guiñando un ojo: “Bue…uno nunca sabe – dijo - igual y del otro lado hay algo.” 

Mi padre regresó: “Espérese un rato, don Rodolfo, si nos aguanta dos años más, escribimos un libro y lo titulamos Tres Siglos nos Contemplan, ya ve que Usted nació en 1898… ”

Mi abuelo se río por última vez.

A las cuatro de la mañana me dijo que me acercara y me tomó fuerte del saco de la piyama. 

“Te dejo, dos cosas: mi orgullo y la Revolución. Y no trabajes mucho: un día llegará el comunismo y nos va a hacer iguales a todos…”

Me quedé sorprendido: a mis diez años todavía no pensaba siquiera en votar y ya había decidió no hacerlo por lo revolucionarios: en el ajedrez de mi abuelo estaba muy claro que perdieron los buenos, y él no tenía otra tabla de salvación que ese recuerdo: le era imposible volver a empezar. 

Pero yo no tenía porque esperar nada de esos caballos, alfiles o reyes, salvo recordar una o dos anécdotas. Muy divertidas, por cierto.


lunes, 22 de octubre de 2012

Ascensores






Boris no recuerda desde hace cuántos años está acurrucado en la esquina del ascensor de aquel rascacielos.

Su ruta diaria está anclada a un recorrido vertical que inicia en el lobby, en el nivel uno, hasta el observatorio, en el piso 106. Recorre trescientos setenta metros en solo unos minutos de subida y otros tantos en el viaje de regreso.

El panorama ha sido devorado por la rutina y si alguna vez la vista ilimitada de los cuatro puntos cardinales de la ciudad  y una buena parte de la ribera del lago lo emocionaron, ya era agua pasada.

Llegó a sentir una completa indiferencia por los turistas que abordaban el elevador todos los días para visitar el mirador y disfrutar el paisaje. Subían un rato y minutos después la pequeña cabina los depositaba de nuevo en el primer nivel, donde se perdían para siempre entre las baldosas de mármol blanco y el aire acondicionado. Salían a la calle con sus cámaras fotográficas llenas de imágenes.

Los días en que hay visitas programadas, un guía sube hatos de hasta cuarenta personas. Enfundado en un impecable traje oscuro, destaca con elegancia discreta entre hombres y mujeres, que en verano llegan con bermudas de colores y patas de gallo ofensivas y en invierno se presentan envueltos en capas sucesivas de ropa, como matrushkas, en combinaciones atroces, moqueando, tiritando a veces, sosteniendo un folleto y preparando teléfonos móviles y cámaras. Tan pronto se cierran las puertas del elevador, el guía empieza dándoles la bienvenida  y con una sonrisa obligatoria, los inunda con datos importantes: alturas, fechas, pesos.

Boris se mantiene en su esquina, se imagina como un boxeador tozudo sosteniendo una defensa cerrada. Escruta los rostros de la gente. Pronto aprendió a analizarlos con precisión y frialdad, como un taxidermista diseca una liebre.

Reconoce a los que defraudan, a los que traicionan, a  los que aman y a los que se niegan a a hacerlo. A veces lo único que lo sorprende es la mirada secretamente satisfecha de quién ha salvado una vida sin jactarse: lo enternece el fulgor inapagable que permanece al fondo de sus ojos. También estuvo codo a codo con un asesino sin capturar, pero su gran constante está en la mirada de los niños, un sitio donde se siente abrumado por una inexplicable tristeza, como de puente sin terminar.

Cuando están por abrirse las puertas del elevador en la terraza acristalada del piso 106, el guía remata con algunas anécdotas que arrancan risas, aplausos o suspiros, como cuando una mujer dio a luz en pleno elevador, o cuando una joven pareja se juró amor eterno, antes de partir ambos a la guerra, o como cuando el viento enloqueció súbitamente y la violenta oscilación de la torre arrojó a varios visitantes al piso. O como cuando hacía diez años, la terraza se cerró después de que un indigente saltara al vacío.

Boris mira hacia el lago: parece una lámina de aluminio infinito y siente la melancolía sólida que solo tienen las tardes de domingo.

Y es que, coño, él no había saltado. Lo empujaron.













martes, 9 de octubre de 2012

LOS RAYOS




















“Mañana en la batalla piensa en mí,
y caiga tu espada sin filo.
Mañana en la batalla piensa en mí, cuando fui mortal,
y caiga herrumbosa tu lanza…”
(William Shakespeare, Ricardo III)
 


-Valeriano, Valeriano. ¡Despiértese ya, cabrón!

Valeriano abrió los ojos. Como siempre, le costó recordar dónde estaba. El velo del sueño se levantó y por medio minuto disfrutó de la cascada de luz que entraba por la ventana: los rayos de sol caían en tiras gruesas, oblicuas. Era el tipo de mañana en la que te gustaría despertar todos los días y que siempre fuera el primer lunes de una semana de vacaciones.

Si los rayos del sol hicieran ruido al precipitarse por mi ventana, pensó, ah, qué escándalo harían…

-Ya, Valeriano, no seas huevón y despiértate...

Pero Valeriano ya estaba despierto, carajo, ¿Qué no veían?

Bueno, pues, ya estoy despierto – dijo- y ya que me despertaron, nomás díganme que quieren tan temprano. Y luego le bullen, porque no quiero que asusten a mi nieto.

En el sillón frente a su cama estaba los de siempre: Cipriano Cienfuegos, Juan Santos y Paulino Silvestre, estos dos sentados, mientras Cipriano permanecía de pie, flaco y alto, parado junto al bote de basura, depositando ahí la ceniza de su cigarro, evitando  que ensuciara el piso.

-Aquí no se fuma Chano, ya lo sabes.

Cipriano se rió.

-Ah que Valeriano. Siempre fuiste ocurrente: ¡Pos si es ceniza de a mentiritas!
¡Es cigarro es de a mentiritas! ¡Y nosotros también somos de a mentiritas!

-Como si no supieras – dijo lacónicamente Paulino Silvestre, que era gordo, chaparro y de pocas palabras.

-Hasta pareces nuevo – dijo festivamente Juan Santos, el bromista del grupo. Era bigotón y de ojos brillantes, no le faltaba un solo cabello, ni le había brotado aún una cana.

Valeriano se colocó la almohada a la altura de los riñones, para apoyarse contra la cabecera. Tenía las piernas inertes, así que ni las intentó mover. Se quedó viendo a los tres.

-¿Ora? ¿Qué se les ofrece? - preguntó

Nada. Lo de siempre – dijo Chano Cienfuegos, que era el portavoz del grupo.
Era el que siempre decidía por todos, el que tenía la última palabra. El organizador nato.

-´Pos que te estamos esperando, Valeriano, vente con nosotros  ¿Qué haces aquí? ¿No te aburres?

-¡No, que me voy a aburrir! Aquí vivo, mi hija me cuida, mi yerno me quiere, mi nieto y yo jugamos todas las tardes ajedrez cuando regresa de la escuela. Reviso su tarea y repasamos la lección del día siguiente cuando su padre está de viaje.

-Ay Valeriano, nunca sales de este cuarto. Te la pasas aquí, oyendo pasar los coches, dizque viendo un jirón de cielo, dizque mirando siempre el tronco del mismo árbol.
¿No te fastidias? ¡Vente con nosotros, hombre! Déjate de sonseras.

-Aparte somos tres. Eres mi pareja en el dominó y estos méndigos me dejan siempre afuera. Quesque tú ya vienes.  Que me espere. Así nos tienes: dilatados desde hace rato – habló lastimeramente Juan Santos, que era un jugador empedernido de dominó. Y con eso sí que no bromeaba nunca.

Valeriano se distrajo con el paso de una nube. De momento, los rayos se interrumpieron.

Una nube alta y algodonosa hizo sombra. Sin voltear a verlos, negó con la cabeza.

-Hoy no. Todavía no. Otro día, otro día en que de plano esté cansado, o, cuando de plano sienta que soy una carga para la familia, entonces les hablo a que vengan a recogerme. Todavía no es ese día.

Es que aquí estoy a gusto, pensó, y no sé si morirse también sea igual de placentero. Tengo esa duda. Me queda esa única cosa sin definir. No sé.

Chano apagó su cigarro en la cubierta de una cómoda llena de pomadas, ungüentos y medicinas donde se había acodado. Predominaba el olor a yodo.

-Morirse, Valeriano, es morirse. Punto. Nada más. Pero tiene su lado bueno: cuando mueres, tus amigos tienen la edad que tenían cuando más los quisiste.  A ti te ven como quieres que te vean: en tu mejor año, en tu día más glorioso, cuando bailaste más horas, cuando viajaste más lejos, cuando amaste más, cuando besaste más, cuando eras más joven o cuando eras más sabio – o menos pendejo, si quieres – cuando tuviste más centavos en el bolsillo o simplemente cuando fuiste más feliz. Las mujeres que amaste tendrán la cara y el cuerpo tan deseables como el día en que te hicieron caso. Todas las cosas - así de sencillo - son tan buenas como en tus recuerdos, como nunca lo fueron en realidad. Ese es el premio de los que ya nos fuimos. Déjate de boberías, anda, vente con nosotros, te estamos esperando...

Juan Santos suspiró: Para nosotros, morirse es jugar dominó hasta la noche, beber cerveza helada hasta hartarnos y escuchar la música que nos gusta a la sombra, con la brisa en la cara. Y el día siguiente, volvemos a hacerlo todo de nuevo. Sin aburrirnos, sin cansarnos.

-Entonces Dios existe, suspiró Valeriano, existe en serio. Y nosotros que tanto nos burlábamos de eso.

Paulino Silvestre protestó: Carajo. Mierda. Aquí nosotros te venimos a hablar de jugar dominó todo el día y beber cerveza y platicar de lo que siempre nos ha gustado desde el mediodía hasta la noche, y tú metes a Dios en esto. ¿Qué, dime, tiene que ver una cosa con la otra? Los aquí presentes podemos decir sin temor a equivocarnos que Ese le dio cuerda al mundo hace mucho tiempo, lo dejó a la buena (o a la mala, de eso no habría duda), y después se largó a inventar a los marcianos, o ve tú a saber qué, y resulta que ahora te preocupa. Valeriano: vete decidiendo, porque ya tenemos un rato esperando. ¿Vienes o no?

Valeriano miró hacia el cielo. Allá, muy, muy arriba, la línea plateada de un jet trazaba una estela blanca de condensación. Siempre había querido saber qué se sentía volar tan alto, pero a su edad - y en su estado - ya era muy tarde. Tampoco podría conseguir una licencia para manejar un automóvil, como el de su hija, o el de su yerno. Siempre fue de infantería. De a pie.

¡Y con las noticias que había ahora todos los días!

Un día – ya no recuerda si fue ayer o hace diez años - su nieto llegó con una noticia increíble:
“Abuelo, abuelo, ¡Ya no existe la Unión Soviética!”

Esa tarde se la pasaron redibujando un mapa de Europa. Países nuevos nacían, otros eran borrados. Algunos volvían a existir tras décadas de vivir solo en el recuerdo de sus exiliados.

Con autoridad de viejo, le decía donde estaba otra vez Estonia o Serbia. Borraba la sinuosa línea que dividía las dos Alemanias. Colocaba una fina división entre la República Checa y Eslovaquia.

-Yo estuve aquí, decía con memoria de elefante. Y aquí. Y un poco por acá.

Después de tantos años, había seguido con una taza de café y un mapa casi todas las guerras del mundo. Todas esas fronteras que un cordón de soldados recorrían para aquí o para allá. Sí, carajo, hablemos de Dios y su presencia en todos lados. Con tanto cañonazo debe estar aturdido. O sordo. O muy cansado.

La luz de la ventana parecía comerse las siluetas neblinosas de sus amigos, que se iban desdibujando. Motas de polvo cabalgaban con pereza los rayos oblicuos. Como ayer. Y antes de ayer. Y quién sabe hasta cuánto tiempo atrás, porque podía acordarse de algo que pasó hace mucho, pero la memoria le jugaba bromas con lo que había pasado hacía unos días.  

-¿Vienes…?

La pregunta se deshebró en el aire. Valeriano se quedó solo.

Entonces sintió que el pecho le ardía demasiado: como si le estrujaran el corazón con violencia. Sentía dolor, pero también reía con la alegría rabiosa del animal recién liberado.  Le importó bien poco que el pantalón de la pijama se mancharan de un líquido oscuro y viscoso.

Los rayos parecían brillar como lumbre. Como nunca.

El ruido de las fichas de dominó chocando sobre la mesa lo estremecieron como un mazazo.
Era el ruido de fondo más amable del mundo. Uno que tenía mucho de no escuchar. El chasquido de una botella al ser destapada y el retintín metálico que hizo la corcho lata al caer al suelo le erizaron el cortísimo pelo de la nuca. De asomarse a un espejo, hubiera descubierto a un viejo que sonreía.

Juan Santos apenas se levantó el ala del sombrero como saludo. Estaba ocupado con sus fichas, que parecían brincar de la mesa.

-Pinche Valeriano, llegas tarde: anda, jálate una silla.


martes, 28 de febrero de 2012

Hombre Ciego Soñando a su Hijo










Añoro asir los colores,
paraísos rebeldes que estallan violentamente como ruidos
en tus ojos.
Y quisiera que la noche,
(mi estación eterna)
se disipara de vez en cuando:
que mi pupila se disciplinara a todos los nombres que me son abstractos,
- me refiero a cosas banales, ligeras como telarañas-
como la llovizna que pasea vertical sobre mi rostro.
Porque añoro el tacto amigo,
tan diferente a mi cotidiano asir temeroso sobre tu hombro
(tan frágil y tan niño)
Que yo sé que para tí pesa,
como si mi andar fuera un castigo.
Quiero poder señalar para tí lo que vemos al pasar,
colocarle el nombre justo al color de tu pelo
a la emoción de tus pasos y tus besos.
Porque no se si te vas quedando indefenso con el tiempo
con la bondad has engendrado
al comprender mis tropiezos
al disculpar mis palabras altisonantes a Dios,
(ese Ciego Eterno)
que me robó la necesidad de mirarnos poco a poco.
Porque nos negó los lugares comunes:
nunca correremos juntos con un perro,
porque los papalotes en el cielo son fantasías que no comprendo,
y aunque las flores son maravillas que descubro,
en mitad espinas y aromas,
Siento que no cambiarías tu voz por lo que significaría no conocernos.
Hijo,
Te voy dejando libre poco a poco,
y debiéndonos tanto uno al otro
me tocó representar para tí,
-en el mismo renglón agudo-
en igual proporción a la dignidad y a la desgracia,
y aunque nos privamos mutuamente de las visiones típicas,
las hemos logrado intercambiar por palabras provechosas.
Ese será nuestro íntimo tesoro:
conservaremos el mudo sabor del tacto
y la electricidad del consuelo instatáneo,
manteniendo la maravilla de hablar de más para reinventar
todo paso a paso en nuestro provecho.
Pero ahora anochece
a tientas acomodo tu almohada
y mientras duermes,
yo también comienzo a soñar:
entre la neblina y la oscuridad,
puedo apostar que adivino tu rostro.