lunes, 1 de diciembre de 2008

LA EDAD DEL HIERRO










Y entonces Caín dijo a su hermano Abel: "Vamos afuera." Y cuando estaban en el campo, lo mató...
- Génesis, 4.8


Llegaron a la madrugada, cuando el sol anunciaba apenas su salida al oriente. No podría asegurar exactamente a qué horas, pero si que era un día de domingo y que todos dormíamos. Primero entraron al pueblo un par de blindados de exploración, y poco más atrás, dos o tres decenas de camiones llenos de soldados de rostro inescrutable.

Arriaron nuestra bandera, que el comisario político, en su huída, olvidó retirar. En su lugar, colocaron la suya, que ondeó con la brisa de la mañana como si fuera un ave liberada. Desde un altavoz, fuimos conminados a salir, como estuviéramos vestidos, como fuera. Una voz severa y autoritaria nos ordenó presentarnos a los nuevos dueños de esta tierra. Amodorrados la mayoría, pero asustados todos, salimos descalzos, a medio vestir.

Estábamos demasiado aterrados como para reparar en la desnudez propia o en la del vecino. Los invasores, indiferentes, no perdieron el tiempo: recorrieron nuestro pequeño poblado marcando las puertas de algunas viviendas con una ominosa cruz negra. A los dueños de esas casas marcadas, los obligaban a permanecer en su interior, con palabras altisonantes, con gritos o, incluso, con golpes: por aquí o por allá, se escuchaba el sordo ruido de la culata de un fusil rompiendo una nariz, quebrando algunas costillas. Un disparo acalló el llanto atemorizado de un niño, los alaridos de dolor de una madre cesaron tras el tartamudeo seco de una ametralladora.

Todos temblábamos. El sol, empezaba a calentar la tierra como si aquel amanecer fuera igual a todos los demás, y no lo era. Era junio, el ardiente verano desgranaba otro día de estío, pero yo sentía mucho frío.

Un militar en uniforme de campaña, un coronel, nos reunió a los hombres del pueblo en el rectángulo irregular de tierra apisonada que hacía las veces de plaza. Encaramado a un cajón de madera a modo de tarima, nos arengó por algunos minutos. Habló de los crímenes indecibles que habían llevado a cabo los que habitaban esas casas marcadas. Y sus mujeres e hijos, afirmó, también eran culpables. Al principio, yo, incrédulo, bajaba la vista hasta mis pies descalzos manchados por el barro. Entonces recordé que Miklas, el lechero, alguna vez nos había vendido de menos, pero había cobrado de más. Y aquel coronel seguía rugiendo, alzando la voz paulatinamente, como en oleadas, temblando de coraje, como si nuestras afrentas fueran de él. También recordé – como si fuera ayer – como Burian se burlaba porque su rebaño producía más crema y mantequilla que mi propio hato de ganado. Esa gente era la gente que traía la miseria y el hambre a estos lugares, continuaba el coronel. Nuevamente vino a mi memoria el día en que Damek me negó un préstamo que habría salvado el trigo de mi parcela. Allá al frente, el coronel cedió su puesto a un sacerdote. Era tiempo de que aquellos expiaran sus culpas, y era tiempo en que pagaran la desgracia y la degradación moral que extendían como una plaga entre nosotros, dijo aquel hombre de Dios, refiriéndose a nuestros vecinos cautivos. Y era cierto. Recordé como Milos veía con lascivia a las mujeres cuando acudían a su tienda. Era un rumor conocido por todos que a las que se les retrasaban los pagos, las perdonaba a cambio de manosearlas en la trastienda, fueran muy jóvenes o muy viejas. Era cierto, todo cierto, y ahora mis pies cubiertos de lodo no me daban vergüenza: me daban rabia. Seguramente mi pobreza era culpa de ellos. Seguramente nuestros pesares eran culpa de sus embrujos, de sus maldiciones, de sus fechorías. Observé a mí alrededor. Mis vecinos asentían. Algunos con la mirada afiebrada de los que han encontrado una misión que cumplir. Otros, los menos, con apenas un atisbo de convencimiento. Todos estábamos de acuerdo y los que quedábamos en las orillas de aquella formación, recibíamos miradas de aprobación de los soldados, que mantenían sus fusiles distraídamente apuntando al suelo. Algunos de ellos, los más entusiastas, nos daban palmaditas en el hombro y otros empezaron a repartirnos tablillas de chocolate.

Estamos – argumentaba nuevamente desde su improvisado púlpito el coronel – en una nueva Edad del Hierro, en el que los hombres débiles y pérfidos sobran. En el que los malditos y los que insisten en vivir apartados de la mayoría, salen sobrando en nuestra nueva sociedad, en la que – quiéranlo o no – Ustedes han sido incluidos por nuestra gran nación, aún a costa de sí mismos. Y ahora, para merecer su pertenencia a esta nueva era ¡Ahí están los culpables de la guerra! ¡Ahí tienen a los causantes de que la mitad de las familias este pueblo hayan recibido telegramas y cartas dándoles la noticia de que un padre, un hermano o un hijo han caído en el frente! Ellos son, y no nosotros, los verdaderos culpables ¡Cumplan de una vez con el destino y háganlo sin dudar!

Sentí rabia subir por mi garganta. Sentí odio infinito – ni siquiera me detuve a pensar un momento si todo aquello era verdad o no – pues en el bolsillo de mi pantalón quemaba como una brasa el telegrama recibido hacía algunos días, anunciándome la muerte de mi hijo mayor por heridas recibidas en combate. Lloré, y recordé con coraje, como esos malditos se recluían en sus templos a orar en secreto. Como sus sacerdotes únicamente santificaban los matrimonios entre aquellos que profesaban su misma religión, ya fueran de aquí mismo o de ciudades más alejadas. Se creían superiores – me escuché farfullar en voz alta – no se sienten dignos de calentar nuestros lechos, ni de compartir nuestra suerte. Me sorprendí escuchar mi voz, que no era mi voz, si no una ronquera temible. Me sorprendí porque, como viejas fotografías, me llegaron imágenes que me hicieron estremecerme involuntariamente: Kasia, la vecina lavandera, abrazándome cuando murió de fiebre mi hija pequeña, sin importarle su ropa recién lavada volcada sobre el polvo, mis pulmones llenándose del suave aroma a lavanda. Zakari, rompiendo la boleta de empeño el día de mi boda, para que iniciara mi vida de casado sin la losa de una deuda. Rurik tocando su violín hasta el amanecer los años en que la cosecha era buena, cuando el mundo parecía sonreírme de repente y sin merecerlo. Y otros recuerdos acusadores más, que hacían arder mis ojos, pues todos ellos estaban encerrados en sus casa marcadas con la cruz negra y yo estaba aquí, pidiendo su castigo sin haberme hecho ellos nada. Mi cobardía aumentó el volumen de un odio que nunca había sabido que existía..

El coronel nos observaba, satisfecho, a su lado, el sacerdote repartía bendiciones aquí y allá, como si nos embarcáramos a una cruzada. A nuestras espaldas, escuchábamos un rumor callado de sollozos y plegarias: los habitantes de las casa marcadas eran llevados a empellones hacia la barranca seca formada por el antiguo cauce del río. Pero eso nos distrajo bien poco: los invasores nos repartieron uniformes nuevos, parecían recién planchados. Ahí mismo, olvidando nuestro antiguo miedo, los hombres del pueblo nos probamos aquellas prendas. A pesar de nuestros cuerpos desgarbados, nos sentimos hombres nuevos. Frescos para la justicia vengadora, exclamó el coronel al vernos uniformados, mientras nosotros nos observábamos, unos a otros, con sorpresa.

Ordenaron dar un paso al frente a los que supieran usar armas de fuego. Sin pensarlo, avancé y un sargento con rostro impasible me entregó un fusil. Me separó del resto, llevándome junto a un puñado de hombres que también sabían usarlos.

Se hizo el silencio. De entre el grupo de aldeanos uniformados, surgió la figura delgada y alta de Karel, el loco. A zancadas largas, llegó hasta la tarima. El pantalón oscuro le quedaba corto. El kepí no lograba cubrir su cabeza y la elegante casaca de cabo de guardias de asalto le daba un aspecto de buitre desvalido. Tan marcialmente como le permitió su cuerpo encorvado, saludó llevándose la mano a la visera. El coronel bajó del cajón, seguramente sin saber por qué, y Karel se apropió de nuestra atención. Su voz, cavernosa y grave, se multiplicó como si tuviera muchos ecos. ¿Están parados aquí – preguntó – para aprovechar la oportunidad y confundir lo que está mal con lo que les conviene? Ustedes, los de los rifles (apuntó a nosotros) ¿Saben que esta vez no cazarán al alce o al jabalí? Se volvió al coronel, que estupefacto lo miraba. Le agradezco, padrecito – dijo – este bello disfraz que Usted me regala. Yo desde hace mucho duermo en una porqueriza, y en pocos lugares podré lucir mejor estos vestidos que entre lo cerdos. Y a Ustedes, hijos del lobo (levantó el brazo derecho, abarcándonos a todos) puesto que años de vivir al lado del vecino no les ha permitido conocerle, y se creen las historias traídas por un carnicero disfrazado de héroe, y a un pope que avergonzaría al mismo Diablo, me marcho para encerrarme a cualquiera de las casas marcadas. Prefiero pertenecer a los condenados por los hombres, que a los que estarán condenados por el Altísimo, si es que Él existe, que empiezo a dudarlo.

A grandes trancos, se perdió en el patio de una de aquellas casas, donde un cerdo salió a recibirlo alegremente desde un zoquetal.

Estábamos en trance. Para entonces, la multitud abigarrada de condenados lloraba en silencio frente a nosotros. Un delicado murmullo se elevó del centro de la multitud – era uno de los cantos que a veces escuchábamos salir de su templo - envolviendo suavemente sus cuerpos desnudos. Es el Canto de la Buena Muerte, dijo uno de los que estaban junto a mí. Nos atenazó algo parecido a un temor reverencial. Los soldados colocaron a los condenados dándonos la espalda, con la vista hacia el lecho del río. Los padres tapaban los ojos de sus hijos. Las madres acurrucaban en su pecho a los niños más pequeños. Percibí una náusea terrible en mi garganta. Entonces nos ordenaron disparar. El primer disparo que salió de mi fusil recorrió mi cuerpo como un relámpago. Cerré los ojos. Recé – lo juro, en verdad – porque mi víctima no sintiera dolor, pero esa mañana hice muchos disparos más. Cuando terminamos, casi a media tarde, nuestros ojos estaban enrojecidos por el humno acre de la cordita y por el asco.

Los nuevos asesinos evitábamos vernos a la cara, intentamos, sin éxito, rehuir de todas las miradas, pero hubo algunas de las que no pudimos escapar, y eran esas que ahora atisbaban insistentes desde los recuerdos.

El coronel nos hizo formar nuevamente. Nos quitaron los uniformes. Nos retiraron las armas. Quedamos otra vez semidesnudos, temerosos, inermes. Los motores de los vehículos rugieron entre nubes de combustible mal quemado y los soldados se dispusieron a seguir su marcha, pues su guerra todavía no terminaba. El coronel nos veía con una sonrisa torcida, como el gato que finalmente saborea la captura de un canario.

Ahora, dijo por última vez, ahora pueden presumir que son como nosotros.

Sin decir nada más, la columna se retiró, desapareciendo en un recodo del camino, levantando una nube de polvo amarillo.

Era junio, recuerdo, y las cigüeñas extendían sus alas desde su nido, en el campanario de nuestra iglesia.

Me senté en el dintel de la puerta de mi casa y cerré los ojos.

1 comentario:

Chef Herrera dijo...

en efecto, mi estimadísimo pepillo compeán, este es el cuento que yo debí haber escrito. Haré lo posible por plagiarlo, reproducirlo, desecrarlo y reinventarlo. De alguna y otra manera.
Felicidades.