lunes, 1 de diciembre de 2008

TERNURA POR TRAVOLTA








Son las dos de la mañana. En la tele acaban de pasar la película Saturday Night Fever, que en los 70 parecía atrevida, porque, entre otros detalles, trataba el tema de los jóvenes y la droga de manera muy somera, tanto, que para estándares de estos tiempos, pecaría de ingenua.

Aparte, el célebre traje blanco que vestía Travolta, estaba peor que el de Juliancito Bravo en la película El Traje Blanco.

No se cómo mis padres me colaron al cine hace veinte años, para ver una película entonces clasificada para “adolescentes y adultos”. Recuerdo que apenas tenía nueve años. Creo que mi madre pensaba que el filme sería de temática familiar, pues el Travolta venía de hacer “Vaselina”, con la australiana Olivia Newton John.

Hoy tampoco quise dejar de verla, tal y como lo hice hace 26 años.

El fondo musical para los créditos con los que se cierra la película, es la legendaria “How Deep is your Love” de los Bee Gees (que dos de ellos ya estén viendo crecer los rabanitos por debajo le da todavía más solemnidad al asunto), y puedo decir sin miedo que acabo de sentir súbitamente una enorme ternura por Travolta.

No es que su papel haya sido magistral. De hecho, nada tiene que ver su actuación con esto. Para nada. Incluso, unos años después tuvo la fatal idea de hacer una “segunda parte” de la película que se llamó Staying Alive, y fue un reverendo bodrio. Tan estrepitoso fue el fracaso, que tuvieron que pasar casi veinte años (y al menos treinta kilos) para que Tarantino lo rescatara en Pulp Fiction, convirtiéndolo en un indiscutible imán de taquilla, sobre todo si no baila. O sea, John Travolta es todo un éxito, con todo y sus jaladas cienciológicas, o incluso a pesar de ellas.

A lo que me refiero es a que al escuchar otra vez “More than a Woman”, me acordé de mí, con el añadido de que esta vez observé detalles en la película que a los nueve años me parecieron indescifrables, o de plano extraños.

Por ejemplo, cuando una chica quiso seducir al cuestionablemente apuesto Travolta, después que éste la botara por otra mujer que bailaba mejor (y que estaba definitivamente más buena que ella), la tipa saca cuatro paquetes de condones, ofreciéndoselos, en una actitud suplicante, poco sensual.

Así, hace veintiocho años, salí del cine con la idea de que algunas gringas intentaban enamorar a los hombres ofreciéndoles mentitas.

Mis padres, claro, no se apresuraron a sacarme de la duda, y por varios días me dio vueltas en la cabeza la imagen de esa chica – Annete, creo que se llamaba en la película... en la vida real, de su nombre no se deben de acordar ni sus padres – su gesto suplicante, sus “mentitas”, los zapatos de tacones torcidos, un abrigo con un sospechoso peluchín blanco en el cuello, y un maquillaje policromado y horrible como el que luego haría célebre a la esposa de López Portillo.

Cuando digo que me acordé de mí, me refiero a que me recordé entonces. Travolta es una excusa. La música de los hermanitos Gibb (un tío mío aseguraba seriamente que cantaban así porque los habían castrado) solamente un móvil.

Me transporté a unos años en los que mis temores eran otros: los de ahora son verdaderos, los de ayer eran ficticios, pero para mí, eran reales. También, creía que el mundo estaba terminado, perfectamente concluido. Había solamente que pulir las esquinas en algunos lados, sacarle brillo a algunas partes.

Qué injusto fui, a los ocho años, con los constructores de lo que recibiría mi generación, apenas tres o cuatro lustros después. Escucho aquella música, y por arte de magia reviven varios de mis muertos más queridos, que suelen ser los más injustos: con todos quedaron algunas palabras pendientes, eso pasa siempre. Algunos fueron una tangente fugaz: dolieron poco, pero otros tal vez sean a los que más necesité después, incluso ahora.

Varios de ellos murieron lejos, en otra ciudad, en la curva de una carretera, en un quirófano. A otros les cerré los ojos yo mismo, al filo de la madrugada.

Al final de la historia, Travolta huye de casa, para intentar, al menos, un comienzo desde cero, en otro lado. Se quedaba con la chica bonita, aunque no de la manera clásica: un final agridulce, un poco exagerado, tal vez creíble. Un churro, pues.

En este mismo instante, Yvonne Elliman canta “If I Can´t Have You”. La película terminó. Corre el año de l977. Elvis todavía está vivo. Aquel mundo que entonces creía completo, está felizmente inacabado, y yo estoy absolutamente vivo.

Por eso digo que a estas horas sentí una increíble ternura por Travolta, pero, claro, esto no tiene nada que ver con él.

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