viernes, 11 de diciembre de 2009

Pablo, el semáforo en rojo y una chamarra de astronauta

Esta Navidad va a ser una mugre, pensó. Y es que el clima no ayudaba tampoco. Era una tarde invernal, pero a esas horas el día se empezaba a transformar en noche. La somnolencia causada por la calefacción del coche lo adormecía, la marcha lenta de los coches lo sumía poco a poco en un letargo que se interrumpía con cada frenada suave que daba el vehículo. La lluvia tamborileaba el cristal del parabrisas rítmicamente. Con los ojos cerrados, se dejaba sorprender de pronto por el ruido que causaban las llantas del tráfico lento sobre los charcos del pavimento en la avenida. Se imaginaba olas que desde el punto de vista de una hormiga debían de ser terribles, pero desde la perspectiva de los seres humanos eran simplemente una molestia que aumentaba la miseria de los peatones que allá afuera se empapaban esperando algún transporte urbano o algún taxi. Así es fácil imaginar el frío.

Su padre manejaba el coche mecánicamente. Alguna vez se preguntó Pablo si podría manejar como él. Se preguntaba demasiadas cosas porque no sabía si algún día él mismo podría arreglar una fuga como lo hacía su padre, o cambiar un fusible, o encender el boiler cuando se apagaba accidentalmente, igual a como lo hacía su padre. Lo miró desde su propia estatura de ocho años de edad y se preguntaba si los papás van a alguna dependencia de gobierno donde les enseñan a ser adultos o si eso te lo van enseñando en la escuela conforme vas cumpliendo años. Él mismo, por ejemplo, tenía poco tiempo de saber como amarrarse las agujetas de los zapatos. Su madre lo había festejado ampliamente por un rato por aquello, pero viendo a papá conducir el coche, sabía que era poseedor de un conocimiento menor. Aquello era algo de todos los días para un adulto cualquiera.

Un bocinazo lo trajo de vuelta al asiento del coche. Su padre nunca hacía sonar el claxon, lo consideraba de pésimo gusto y supo de inmediato que el conductor del vehículo de atrás era el culpable. Estaban en el cruce de las calles de Carranza y Arteaga, un camión se atravesaba en ambos sentidos, obstruyendo la circulación de la avenida. El semáforo en verde les daba el paso pero aquel camión maniobraba lentamente. Había que esperar. Su padre se veía contrariado. Cuando se desesperaba por algo al ir conduciendo, acariciaba el volante con la mano izquierda, se tranquilizaba y se mordía una o dos veces los labios. Nunca decía nada, nunca gritaba y en esas ocasiones simplemente se volvía hacia él, le acariciaba una pierna o cariñosamente le daba palmaditas en el cachete “¿Cómo está el Jefe Cejas?” preguntaba sonriendo, así le decía de cariño desde la cuna. Solo lo llamaba así cuando estaban solos, nadie lo sabía, ni los abuelos, ni los tíos: era un secreto de ellos tres. Pero en esta ocasión, su padre permaneció con la vista al frente, acariciando el volante, mordiéndose los labios. El camión lentamente desalojó la calle, huyendo por Arteaga. El semáforo cambió su luz y el disco color rojo detuvo el flujo de los vehículos. Pablo entrecerró los ojos y giró su cabeza hacia la acera.

Ahí, parado sobre la banqueta estaba un niño. La lluvia, el frío y la grisura de la tarde lo hacían ver como si fuera una foto borrosa, irreal. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, el suéter sucio a franjas horizontales en blanco y azul, llevaba unos pantalones ajados que no aguantarían una lavada más.

Pablo bajó el cristal de la ventanilla - la pequeña figura estaba a escasos dos pasos del coche - y lo miraba fijamente.

Había bajado el cristal a medias cuando se le ocurrió voltear hacia su padre. ¿Se habría dado cuenta? ¿Por qué no le decía Hijo, la lluvia, el frío, no lo hagas o algo así? Su padre veía hacia el frente.

El disco rojo detenía el tráfico con su mirada sin parpadeo. La lluvia estaba en suspenso, entre el cielo y el suelo. El tiempo, el tráfico y el frío se habían detenido de pronto. Al volverse se topó son la mirada fija del niño que lo tocaba con el vaho de la respiración. Un sobresalto casi lo hace irse hacia atrás.

Hola Pablo. ¿Tú me conoces? Claro, desde siempre. ¿Por qué? Porque así es, por que si te fijas bien, somos iguales. ¿Iguales? Casi, casi iguales, pero hay algo que nos hace diferentes, es algo imperceptible: el tiempo ¿El tiempo? Claro, el tiempo, el pequeño tiempo, los segundos o los minutos, esos que todo mundo gasta sin darse cuenta. ¿Cómo es eso? Muy fácil: sales a la calle y saludas al vecino y mira, ya se te fueron un par de minutos, ves la tele y se te van veinte o treinta y ni los extrañas: tú y yo somos idénticos excepto por el tiempo.

Pablo lo observó de cerca: podría ser su hermano gemelo sin problema, salvo por que sus ojos tenía unas ojeras profundas. Un lejano olor a podrido se filtraba discretamente hasta el interior del coche. Sobre todo Pablo sintió temor por esos ojos profundísimos, que no iban a ninguna parte.

Trató de ser amable: Tendrás frío, toma, te doy mi chamarra de astronauta, me la ha traído mi papá cuando fue a Ciudad Juárez, es impermeable ¿ves? nadie en la escuela tiene una como ésta. El frío es lo de menos, Pablo. Hambre tendrás, yo tengo por aquí mi sándwich que no me comí en el recreo, no tuve tiempo de comerlo. Sí, ya sé, fueron por ti para llevarte al hospital, pero no, hambre tampoco tengo. Tú lo sabes todo. De ti, sí, es natural. Eres raro. No, mírame bien, yo soy tú: ahorita mismo te estás viendo. ¿Y qué tiene que ver eso con el tiempo? Es que el tiempo se detiene a veces para algunos, para que puedan ver como unos segundos lo cambian todo. Nadie en mi cuadra me creerá que me he visto. Nadie le cree nada a nadie, mira, yo soy tú diez segundos antes o diez segundos después de que nacieras, diez segundos antes o diez segundos después de que tus padres te imaginaran, diez segundos antes o diez segundos después que tu resultaras ser el hijo de un matrimonio que vive aquí en Monterrey, y no un niño africano muriéndose de hambre o el príncipe heredero de España ¿ves? yo no soy nada, pero tú si eres. ¡Eres un fantasma! La gente se inventa sus fantasmas, Pablo, pero ahora no necesitas ninguno, simplemente yo estaba en esta esquina y tú atinaste a pasar justo en ese mismo momento. ¿Qué quiere decir esto? Que las posibilidades de que cualquier persona se cruce con el que nunca fue son remotísimas, los que nunca fuimos estamos al alcance de los dedos de quién sea, pero únicamente el tiempo de detiene cuando por coincidencia nos llegamos a encontrar con quién nunca seremos. ¿Tengo suerte al haberte encontrado? No sé, aunque creo que te llevaste toda la buena suerte que me pudo haber tocado. Lo siento. Tú no tienes nada que ver con eso, estas fuera de pedir disculpas o necesitar lástima, pero fíjate bien, en esta ciudad en que tu vives hay otra que se sobrepone y que tiene sus semáforos en rojo y sus chamarras de astronauta: ahí vivimos los que nunca fuimos y todos los días nos rozamos con los que han sido, tal vez eso sirva. Entonces esto tiene una moraleja. No sé, dime tú si tengo cara de fabulista. Se rió y sus dientes amarillentos contrastaban con la palidez de su cara. La sonrisa del otro Pablo era una segunda cicatriz aguda.

El semáforo cambió a la luz verde, el tráfico inició su desfile lento y un camión urbano levantó una ola de agua que mojó a una monja y dos enfermeras que esperaban una unidad de transporte de otra ruta. El padre de Pablo trató de acelerar. El tráfico por Venustiano Carranza apenas se arrastraba por el pavimento.

Pablo nunca lo había visto tan desesperado. El teléfono móvil de su padre sonó y él se tardó en reaccionar. Apenas iba a decirle “Papá, tu teléfono” cuando el hombre se había abalanzado sobre el aparato, entre la densidad del tráfico, se trató de orillar al ver el número. Contestó “Si, si, soy yo Belinda ¿Cómo está el niño?”.

El tráfico se detuvo y varios peatones sacaron al hombre histérico que gritaba desde adentro del automóvil. No, mi hijo, no, Pablo, no. Pablo se trató de quitar el cinturón de seguridad. No entendía nada. ¿Papá? Volteó hacia todos lados.

Desde el cruce de la Avenida Venustiano Carranza y la calle José María Arteaga, un niño con los dientes amarillentos y ojeras profundas le decía Adiós con la mano.

En la otra llevaba una plateada chamarra de astronauta.