jueves, 27 de mayo de 2010







¡HEY, IGNACIO!

"Las armas nacionales se han cubierto de gloria... el enemigo se batió con bizarría... sus jefes han actuado con torpeza..."
-- Ignacio Zaragoza, en el parte oficial de la Batalla de Puebla


"Rechinando los dientes": Eso hubieras contestado si alguien te hubiera preguntado en ese mismo instante cómo entraste a la ciudad de Puebla de los Ángeles: eso es lo que le hubieras contestado. Así nomás, seca y brevemente, como acostumbrabas dar las órdenes y también obedecerlas.

Encabronado, montado en un caballo de guerra, observabas los arcos triunfales, las flores de colores en los balcones de las mejores casas de Puebla, colgadas de las iglesias o adornando los palacios de los más pudientes. Mensajes de bienvenida, de agradecimiento eterno; todos escritos primorosamente en francés. Estaban ahí también las condenas hacia el legítimo Presidente de la República, Benito Juárez, en bandos pegados en todas las paredes. El demonio de Juárez, el indio Juárez, al cual los curas maldecían, y quienes señalaban a tus soldados cansados, condenándolos al fuego eterno, más que nada, por militar en el Ejército de Oriente que defendía al gobierno liberal. Desde tu montura repasaste a tu tropa que entraba ordenada y silenciosa por las principales calles de la ciudad. Harían campamento en sus afueras, hacia el rumbo de los fuertes de Loreto y Guadalupe, que bloqueaban el camino que llevaba hasta el corazón del país, el valle de Anáhuac.

Delante de ti desfilaron los uniformes rasgados, los pies descalzos, las fornituras desgastadas, las espadas romas de tus oficiales, pero también viste lumbre en los rostros morenos y el brillo de sus dientes afilados que sonreían con desdén. Habían husmeado, como lobos jóvenes, el olor de la pólvora allá atrás, en Acultzingo, en una maniobra que desequilibró a tu enemigo: emboscaste al ejército invasor. Querías que tus jóvenes soldados olvidaran un poco la Historia Nacional pletórica de retiradas y despojos: las Cumbres de Acultizngo bautizaron a tus soldados. En un parte de guerra breve como un relámpago, le mandaste decir a don Benito: “los franceses pelean bien... pero los nuestros matan bien.” Te desahogabas en tu correspondencia oficial, y en la privada. De la ciudad trazada por los ángeles escribías a tu mujer, lleno de coraje: "¿Puebla? Puebla debería ser quemada hasta los cimientos... ". En un informe, igual de agresivo le confiaste lo mismo a Benito Juárez, que ponía en tus manos la supervivencia de la República.

Puebla. En 1847 la ciudad se negó a oponer resistencia al invasor yanqui, abriéndole las puertas del Valle de México, entregando sus fuertes intactos, su artillería completa. Puebla, que soñaba con España, con Francia, con Europa y con un principito rubio, de buenas maneras. Puebla, que no tenía un solo mendrugo de pan para tu ejército de mexicanos libres, republicanos, casi desnudos, pues el trigo y el vino lo guardaban para la fiesta de bienvenida que se organizaba casi abiertamente, ante tus ojos sorprendidos, para los invasores: Pinche Puebla.

Tu estado mayor estaba compuesto por oficiales hechos al vuelo. Soldados por necesidad. Guerreros a fuerza. ¿Qué tenías para oponerte al ejército francés que venía de vencer a los rusos en Crimea, a los austriacos en Solferino y Magenta ¿A Francia que tenía al mejor ejército del mundo? Casi nada. Muy poco. Al menos en teoría, las apuestas estaban cargadas en tu contra. En fin.

Desde un mirador del fuerte de Guadalupe fácilmente se distinguían las delgadas y altas columnas de humo de las cocinas de campaña del orgulloso ejército francés. Al pardear la tarde, se veían a ojo desnudo los puntitos escarlata de las fogatas de su campamento. Según tus informes, aproximadamente siete mil soldados franceses venían hacia Puebla. La vanguardia la componían dos mil infantes del regimiento No2 de zuavos, tropas de asalto argelinas conocidas por su ferocidad y destreza en el combate cuerpo a cuerpo. Según tus informes, la artillería naval que llevaban los franceses había sido reforzada: superaban con mucho al puñado de cañones que componían la artillería fija de tus fuertes. Pero también tus exploradores - aquí te sorprendiste enormemente - te dijeron que la artillería pesada enemiga estaba emplazada a decenas de metros de donde su alcance era eficaz. Tus espías aseguraron que las recuas de mulas de carga asignadas a los batallones de artilleros descansaban plácidamente en el campamento, que los barriles de pólvora y los proyectiles de cañón yacían sin ton ni son alrededor de sus emplazamientos, que las cureñas de los cañones estaban ya fijas con gruesos torones al suelo: removerlas y volver a colocarlas en posición les tomaría horas preciosas.

Lo que tú no sabías era que el Mariscal Conde De Lorencez había asegurado a sus tropas que serían recibidos con flores y lluvia de papelitos de colores al llegar a las puertas de Puebla. Le decía satisfecho a los oficiales de su estado mayor que tú, Ignacio Zaragoza, General del Ejército de Oriente, huirías aterrorizado al ver a los zuavos de pantalón bombacho y color escarlata marchar hacia las posiciones defensivas de Puebla, como si fueran a un día de fiesta. Lástima por Lorencez, lástima por el Obispo de Puebla, que esperaban merendar juntos la tarde del día cinco de mayo: entre ambos te interponías tú, con cinco mil de infantería y setecientos jinetes que, para desgracia de las glorias de Francia, en su mayoría nunca habían oído hablar de Magenta y Solferino.

En la noche del cuatro de mayo reuniste a tus oficiales: Porfirio Díaz, Celestino Negrete, Jesús González Ortega, Sóstenes Rocha. Sin mayor preámbulo planteaste la estrategia a seguir: "Es difícil pensar en una victoria, los franceses nos aventajan en número, armamento y logística. Enfoquémonos en hacerles la mayor cantidad de bajas y pérdidas de material de guerra... Esto los obligará a retrasarse en Puebla por lo menos seis meses para recuperarse. La marcha a la Capital se tendrá que suspender y nos dará tiempo de preparar la defensa del país. La consigna, para ustedes y sus hombres, es breve: la mayor cantidad de bajas al enemigo, el mayor daño a su material de guerra... eso es todo, a sus puestos."

Desde la madrugada del día cinco se esperaba el asalto francés. Al amparo de un amanecer sin luna, antes de clarear, habías mandado a la caballería del General Negrete a dar un rodeo y situarse justo atrás del fuerte de Loreto, a extra muros del alcázar. Hacía horas que los “dragones” esperaban tus órdenes, impacientes e invisibles. Si los franceses intentaban un asalto frontal al fuerte, serían rechazados al carecer del apoyo de su artillería pesada. La caballería entonces desarticularía cualquier intento de reorganizarse con un contraataque sorpresivo y mortífero. En caso de que el asalto al fuerte fuera eficaz, por lo menos Negrete podría intentar romper el cerco... echaste un último vistazo a los defensores que tomaban sus posiciones medio dormidos todavía, con un hueco en el estómago que evitaba tener hambre. Viste un bosque disparejo de bayonetas quebradas o torcidas: fusiles ingleses de chispa, sobrantes de la batalla de Waterloo, con más de veinte años de obsolescencia, que armaban al grueso de los soldados rasos de Ejército de Oriente. Algunos rifles modernos en las manos de tus leales Rifleros del Norte. Algunos de sus oficiales lucían revólveres americanos de cinco o seis tiros. Se hicieron los últimos ajustes, se dieron las últimas órdenes.

En los emplazamientos de artillería, los cañones se cargaron con perdigones de acero para detener a la infantería atacante. Los cañones abrirían fuego sobre el enemigo cuando estuviera a una distancia menor a cien metros de las murallas. La infantería entonces cazaría a los que continuaran avanzando; si algunos lograban escalar las paredes, serían fácilmente rechazados. Un audaz reconocimiento hecho en la madrugada hasta los emplazamientos de artillería franceses te había confirmado que, salvo unas pocas baterías de montaña móviles, de los cañones de gran calibre no tendrías nada que temer. Poco a poco, las cosas dejaron de verse tan oscuras como te lo habías temido el día anterior.
El coronel Sóstenes Rocha, que siempre te dijo en broma que parecías tendero y no general, te vio sonreír hacia la oscuridad por un par de segundos. Sobre esas cosas ya no preguntaba nada, porque ya se había acostumbrado a ciertos hábitos tuyos, como reírte solo o el mentar madres a cada rato.

Pasadas las ocho de la mañana, tus vigías detectaron una oleada de zuavos e infantes de marina que avanzaban – colina arriba - entre los abrojos y la maleza rala que crecía cerca de las fortificaciones gemelas. Avanzaban en silencio, algunas órdenes habladas mas que gritadas por los oficiales de cada pelotón, se escucharon hasta donde las bocas de los fusiles los seguían, individualizando de todo el grupo específicamente a un individuo, siguiéndolo en cacería, esperando la señal de fuego. Entrando la primera oleada al perímetro de los treinta metros convenidos, los fuertes se encendieron con la primera descarga cerrada. Las piezas de artillería atronaron por el resto del día, incansables, mientras los artilleros extendían paños húmedos sobre el hierro de los cañones que se calentaba por la frecuencia de los disparos. Oleada tras oleada de asaltantes fue lanzada para tomar los fuertes que defendías.

No te explicabas porque el general francés no te forzaba a pelear fuera de tus fortificaciones. Estaba claro que la preparación y equipamiento del militar francés era mejor en esas condiciones. No comprendías porqué en lo que iba de la mañana el Conde de Lorencez no cambiaba su táctica, a todas luces inútil. Oleada tras oleada de infantes franceses eran contenidos por la fusilería mexicana. Los que llegaban hasta el pie de los muros se batían contra un feroz batallón de exploradores indígenas de las tribus zacapoaxtla y xochipulca, que pidieron batirse contra los franceses extra muros al arma blanca. De un momento a otro, esperabas que Lorencez se lanzara sobre las tapias del vecino convento del Carmen para tomar tu retaguardia. Dentro del infierno de la guerra, sentiste algo cercano a la felicidad. Te encogiste de hombros: "Yo lo hubiera hecho"--te repetías una y otra vez. Te sorprendía tu buena suerte, tan ajena a los destinos de tu Patria invadida.

Ordenaste a los impacientes jinetes de Negrete contraatacar por los flancos para desarticular un avance potencialmente peligroso. El corneta de órdenes de la División Negrete dio el toque "a degüello": los jinetes mexicanos parecían volar sobre la maleza baja y los fragmentos ardientes de metralla, que volaban como moscardones enloquecidos. Los dragones lazaron zuavos, los arrastraban entre los matorrales, alanceándolos o cargando a sable en grupos perfectamente sincronizados. Sabías que la caballería ligera mexicana era la mejor carta del Ejército Nacional, y la jugabas bien. Después de su sexta intervención exitosa, recibieron órdenes de abrigarse en los pliegues del terreno que los ocultaba eficazmente. Entonces se abrieron las puertas del cielo sobre Puebla. Un diluvio empantanó la vanguardia asaltante, que resbalaba entre el lodo, tratando de proteger del agua sus fornituras y mecanismos que se anegaban e impedían disparar más. Era una situación propicia para la caballería, ordenaste a Negrete atacar nuevamente: esa última carga de caballería deshizo el ímpetu de los atacantes que huyeron, abandonando varias piezas de artillería de montaña. Pocos minutos después, un teniente de dragones llevó al cuartel general una bandera francesa capturada al 2do Regimiento de Infantería Ligera Imperial: los zuavos.

Cuando amainó la tormenta, tuviste que imponerte a los generales Díaz y Negrete. Querían arrasar el campamento enemigo con un contraataque inmediato. González Ortega, de profesión tenedor de libros y por circunstancias de la vida, artillero en jefe del ejército de Oriente, te apoyó sin hacerse ilusiones: avanzar a terreno descubierto los pondría fuera del cobijo de su propia artillería, que no era de mucho alcance. Tal vez, razonó, los franceses habían tenido entre dispersos, heridos, prisioneros y muertos, poco más de mil doscientas bajas, pero dos tercios de su fuerza de combate aunque desmoralizada, permanecía intacta. Ya lo decían los viejos: "A enemigo que huye, puente de plata."

El seis de mayo, los poblanos esperaban el contraataque francés: ese día, se gastaron diez mil pesos en arreglos florales nuevos, colgaron de los arcos triunfales tafetanes con los colores de Francia. El contraataque no llegó, pues Lorencez puso distancia entre su ejército derrotado y tus soldados victoriosos, marchando hasta la frontera entre los estados de Puebla y Veracruz: Habías vencido.

Entonces la fiebre, Ignacio, te empezó a devorar en Acultzingo. Te hizo empezar a alucinar. Soñabas con pelotones de fusilamiento enemigos ejecutando a tus amigos, a tus compañeros de armas, a don Benito. Y también llegó la carta que te informaba la muerte de tu esposa, allá en Monterrey. Poco después, llegó el anuncio de la muerte de tu hijo primogénito. Tal vez esa carta fue la que te hizo ver a Puebla en llamas otra vez. Pinche Puebla. Allí te contagiaste de la tifoidea que te invadía, que te mataba sin remedio. Esto nunca te evitó salir, afiebrado y todo, a pasar revista a tu ejército vencedor envuelto en un capote encerado de color oscuro. Tus leales Rifleros, bajo la lluvia helada y omnipresente de la serranía poblana, se sorbían los mocos, se enjugaban las lágrimas: se atragantaban sin remedio. "Mí general se muere, pero no nos quiere dejar solos todavía."

El general González Ortega, que siempre te tuvo envidia, se escondía para no verte encorajinado con los charcos, con el fango. Caminaba retrasando los pasos, ligeramente atrás de ti, durante las inspecciones porque no se aguantaba el coraje, la mala leche, la poca madre de quién fuera: eras el primer general victorioso en la historia de la República, y no podían tus generales defenderte de la fiebre, que te consumía a diario.

¿Quién eras, Ignacio? ¿Quién habías sido hasta entonces? Eras neoleonés y coahuilense y nacido en Texas, todo a la vez, gracias los cambiantes caprichos de la geografía nacional. Casi fuiste sacerdote, casi abogado, recluta a los veintidós, capitán a los veinticuatro, general de división a los veintiocho, Ministro de Guerra de la República a los treinta, Defensor de la Patria a los treinta y uno, muerto a los treinta y dos. Siempre fuiste leal al federalismo, en una época en que casi nadie lo sabía explicar bien a bien. Rápido, letal y breve: fuiste una bala de cañón.

Te hubiera sacado un poco de tu habitual mal humor una última broma que le jugó a Puebla el Presidente Juárez, que detrás de su habitual seriedad, era de una ironía exquisita. Cuando el mensaje telegráfico llegó hasta el Palacio Nacional anunciando tu muerte, el Presidente perdió el aplomo, le dijo emocionado a Ignacio Comonfort, "Nos han dejado indefensos." Pero un poco tiempo después de tu muerte, Puebla de los Ángeles, por Decreto Presidencial cambió su nombre oficial.

Te repito Ignacio, hubieras sonreído al volver a Puebla de los Ángeles... Perdón, a Puebla... de Zaragoza.

Pinche Puebla.