martes, 18 de agosto de 2009

EL BLUES DEL AUTOBÚS




Pues sí, tengo tres semanas con el auto arruinado, y como por lo pronto no tengo dinero para que el mecánico le meta mano, decidí dejarlo a la sombra de un árbol (al auto, se entiende, el mecánico creo que está en su taller), y, de paso, disfrutar de las maravillas del transporte público de esta mezcla de Ciudad del Conocimiento, Chicago de Al Capone y reino de los Teletubbies en versión platanera en que se ha convertido la Sultana del Norte. Esto último lo digo sobre todo por Adalberto Madero, que es alcalde de una extraña ciudad: “Montedey”.

Como update, Monterrey acaba de cambiar de un alcalde gangoso a un alcalde que robó en uno de los lugares de los que los políticos se mantienen bien apartados: una biblioteca. A joderse.

Volviendo al tema, confieso que volví a ser peatón. Y, naturalmente, a estas alturas empiezo a tomarle un coraje horrible a las clases altas: estoy desarrollando algo que mi profe de metodología llama “conciencia de clase”, y ya hasta el poseedor de un volkswagen modelo 94 se ha convertido, ante mis ojos, en un maldito pequeño burgués, de esos que los soviéticos (Stalin no ha muerto: ¿ya vieron una foto reciente de Fernández Noroña?) confinaban a los gulags de Siberia.

Si sigo en esta espiral de decadencia, terminaré como militante perredista, o lo que es peor, como fanático de los Tigres.

Aprendí a evitar las horas pico, a perder la pena de buscar monedas de a cincuenta y veinte centavos en los bolsillos para completar el pasaje, a pedir cambio en monedas de a dos pesos en los Oxxos, y a dar de baja algunos hábitos arraigados, como dominar mi natural inclinación a proteger mi espacio vital: he ampliado mi conciencia para darle cabida a descubrimientos interesantes, por ejemplo, que cuatro personas pueden ocupar el mismo sitio al mismo tiempo sin conocerse, sin saludarse y, lo que es más raro, también sin desvestirse.

Dirán a estas alturas que qué carajos tengo. Que qué importa esto de subirse a un maldito camión. Que millones de mexicanos lo hacen. Que hay gente sin piernas y transitan por la vida en una Avalancha, de esas que regalaba Chabelo, digo, para irnos al extremo. O que hay cosas más importantes, como el calentamiento global, la posibilidad de que un negro se convierta en presidente de los Estados Unidos - como si importara: el tipo podrá ser esquimal, igual nos va a joder a nosotros y a los afganos - o el hecho terrible de que nadie, ni el Secretario de Hacienda, sepa como se va a pagar el IETU. Y tienen razón, pero como el calentamiento global no me lleva de mi oficina a mi casa, y viceversa, decididamente lo del camión me preocupa más.

Total, ya lo decía Napoleón (me refiero a Bonaparte, no a González Urrutia): “los hombres siempre atenderán sus intereses, más que a sus derechos”.

Aclarado el punto, volvamos al tema: por lo pronto superé etapas como la negación, esa angustiante sensación como de león perdido en el taller del taxidermista, para entrar a la más atroz del proceso, que es la aceptación.

Descubrí que en esta etapa se transita por algo que he definido como el Síndrome de Roberto Benigni, (Si, el tarado de Buongiorno principessa!) en el cual recurres a contarte mentiras piadosas para evadir tu propia miseria.

En mi caso, imagino que no voy en camión de ruta atestado, disfrutando el reggetón más selecto, sino que soy un rock star abordo una limusina brasileña con chofer y cuarenta de mis más adictos groupies, pensamiento que se reafirma sobre todo en horas pico, cuando las involuntarias pasteleadas son de rigor.

Y digo que son involuntarias porque, al igual que Ana Frank, estoy convencido que la gente es esencialmente buena.

Claro, mientras que no me vaya igual que a ella…

¡Salud y república!

lunes, 17 de agosto de 2009

TREN DE LARGO RECORRIDO

Subimos al vagón de Metro como todos los días, siempre a la misma hora para hacer el mismo recorrido. A veces, ella reconocía a algún pasajero: intercambiaban sonrisas, saludos breves, señales de reconocimiento, esas que se dan entre extraños cordiales.

La acompañé en silencio, como suelo hacerlo, hasta el portón de la escuela. Esperamos brevemente, pues a las cinco en punto salen los niños con sus libros y su gritería, rodeándome, perdiéndome un poco entre ellos, como entre un cardumen de peces dorados. Uno de ellos la toma siempre de la mano y caminamos los tres de vuelta a la estación, mientras el sol se escurre por las ramas de los árboles, entre la tristeza y el poniente.

En invierno, cuando oscurece temprano y las luces interiores del vagón tardan en encenderse algunos minutos, ella descansa la barbilla sobre su pecho, como si dumiera, pero en realidad se despide del mundo brevemente para acariciar con ternura el pelo del niño adormilado en su regazo. Entonces el tiempo parece detenerse, mientras ellos se arrullan con el continuo deslizar de las ruedas viajando sobre rieles. A veces, si forzo la vista un poco más, puedo verla llorar en silencio, como suelen hacerlo las mujeres fuertes.

Entonces me doy cuenta del paso de los meses, de los días, y me siento infinitamente triste por haberlos dejado solos, sin haber escrito una nota de despedida.

NIÑA VESTIDA DE MARIPOSA

NIÑA VESTIDA DE MARIPOSA

Hoy que abrí la ventana
pasó una niña disfrazada de mariposa
después de saber que se inició la guerra
ésta fue una buena noticia
me refiero a saber que no se entera
que todavía no sabe
eso que otros niños sobrellevan
de una manera,
que es odiando
o de otra,
que es muriendo.
Ustedes saben a qué me refiero.
No me vio,
ni al caso que lo hiciera.
Iba concentrada en hacer bien su papel
en el festival de la primavera
llevaba un leotardo negro
y alas verdes de gasa a la espalda
ignora que vive milagros pequeños:
(como la mano de su papá
llevándola tarde a la escuela)
y son un lujo caro
de los que ojalá nunca se dé cuenta.
Ahora que no cuenta el Hombre
(lo digo filosóficamente hablando)
ése que inventó la rueda
aquel que dominó el fuego
y que celebran al que miente
o respetan al que mata
necesito un milagro diario.
Aclaro: no soy creyente,
pero creo que a veces Alguien lo manda
les diré mi secreto:
Hoy que abrí la ventana...