domingo, 22 de agosto de 2010

Mermelada de Cucaracha: La Felicidad Nacional Bruta, Bobby Kennedy y un rey de Bután

Mermelada de Cucaracha: La Felicidad Nacional Bruta, Bobby Kennedy y un rey de Bután

La Felicidad Nacional Bruta, Bobby Kennedy y un rey de Bután




Hacia 1974, en una mañana de esas en las que uno no tiene nada que hacer, Syngie Wangchuck V, rey de Bután, concluyó que los índices que existían para medir el progreso de los países – muy específicamente el del Producto Nacional Bruto - no tenía cabida en su reino y se inventó el índice de Felicidad Nacional Bruta.

Bután es un diminuto reino enclavado entre los gigantes de China e India, un lugar donde hasta hace cincuenta años no existía moneda de curso legal, sin carreteras o escuelas públicas. Cerrado al resto del mundo, fue gracias a las iniciativas del rey Syngie que ahora cuentan con elecciones democráticas, libertad de prensa, telefonía, internet y televisión. Todo en menos de treinta años: un ejemplo para aquellos memos que creen que los cambios estructurales son graduales.

También ya tienen un puñado de siquiatras, lo que ya preocupa a más de un funcionario del ente gubernamental encargado de la felicidad del país, aunque no tanto. Tal vez los focos rojos solo se encienden si aumenta el número de abogados.

Como todas las buenas historias con giro alternativo, la del índice butanés cuenta con sus mayores fanáticos en gente de credibilidad vacilante: vegetarianos extremos, hippies Benetton, maestros de yoga con o sin programa de tele, blogueros espiritualistas, socialistas semibudistas y el presidente de Brasil.

Y sus aplausos a tan novedoso sistema evita que se recuerde – por ejemplo -que cien mil nepaleses étnicos que vivían en Bután desde hacía varias generaciones fueron expulsados del país por no ser lo suficientemente felices, o algo así, para los estándares del rey, o que, simplemente, el sistema de medición llegue ser bastante inexacto en principio, aunque a la larga puede arrojar datos fidedignos… si no se manipulan a conveniencia.

Despegando desde la buena fe, digamos que el sistema es bueno y ya tiene sus adeptos: Australia, país que usa todos los sistemas que existen para medir sus avances sociales y económicos, aplica el del Centro de Estudios Butaneses para la Felicidad Nacional, que ha determinado que el país de los canguros y los koalas es desde el 2005 el país más feliz de la tierra. Algo tendrá de válido el sistema del rey Syngie, pues en la última investigación que hizo Newsweek sobre los mejores países del mundo, Australia ocupa el cuarto lugar por segunda vez al hilo, solo detrás de Suecia, Suiza y Finlandia, que serán lo que sea, pero tienen un clima horrible al menos la mitad del año.

Robert Kennedy, butanés por intuición, cuestionó los criterios que usa la economía neoclásica para generar el Producto Nacional Bruto:

“Toma en cuenta la contaminación ambiental y los anuncios de tabaco, las ambulancias que llegan con urgencia a levantar muertos y heridos en los accidentes carreteros. Registra las cerraduras que compramos para las puertas de nuestras casas y las cárceles que se construyen para alojar a quienes las violentan… pero ignora por completo la belleza de nuestra poesía, la fortaleza de nuestras familias, nuestra inteligencia para debatir públicamente o la integridad de nuestros empleados públicos. No mide nuestro ingenio, o nuestra entereza, ni nuestra sabiduría o disposición para aprender. Ignora nuestra capacidad para ser compasivos o nuestro amor hacia nuestro país. En breve, lo mide todo, excepto aquello que hace que vivir valga la pena…”

Bobby Kennedy tenía razón. Y aunque Bután siempre se ha negado a decir qué tan felices son sus ciudadanos, los parámetros que se usan para determinar la felicidad parten de temas que inciden en el bienestar de cualquier sociedad:

1. Un desarrollo socioeconómico sostenible y equitativo.
2. La preservación y promoción de la cultura.
3. La conservación del medio ambiente.
4. El buen gobierno.

El Centro de Estudios Butaneses tomó en cuenta estos temas y bajo auspicio del rey logró hacer que prácticamente la burocracia del país girara en torno a la búsqueda de la felicidad, proponiéndose a hacer medibles sus resultados en nueve rubros principales: Bienestar psicológico, Uso del tiempo, Vitalidad de la comunidad, Cultura, Salud, Educación, Diversidad medioambiental, Nivel de vida y Gobierno.

La encuesta personal es el medio por el que el gobierno obtiene la información que proporciona los resultados.

Aún en eso, los cuestionarios son sui géneris: “¿Ha perdido mucho sueño por sus preocupaciones?“. “¿En su opinión, qué tan independientes son nuestros tribunales?“. “¿En el último mes, con qué frecuencia socializó con sus vecinos?”. “¿Cuenta usted cuentos tradicionales a sus hijos?“, y mi favorita: “¿Ha percibido cambios este año en el diseño arquitectónico de las casas de Bután?“

Charlatanería o exageración, realidad o lo que sea, pero algo le están aprendiendo los canadienses y australianos al Bután. En México, lo más probable es que al menos les envidiemos tener líderes tan originales.

viernes, 16 de julio de 2010

Espacio en el Tiempo


Viendo tu fotografía en el periódico, caigo en cuenta que por ti no había pasado el tiempo desde nuestra graduación de la escuela preparatoria. Soy especialmente sensible a esos cambios: noto como voy dejando de ser aquella persona que quería ser y que poco a poco va difuminando la erosión inclemente de los días.

Pero te alcanzó el tiempo de repente y lamento no haberte saludado aquellas veces que te vi de lejos. En todo caso, mi descortesía siempre tuvo un motivo, y por eso a lo largo de los años evité llegar hasta donde estabas para no echar a perder el rato. Para no romper el momento.

Recuerdo entre varias una ocasión: estabas en un parque cercano a la casa de mis padres. Jugabas con un niño de tres o cuatro años, seguramente tu hijo. Lo hacías girar por encima de tu cabeza, con suavidad y cuidado mientras él abría los brazos, estirando la punta de sus dedos, estallando con cada carcajada. Tú tenías los ojos cerrados y también reías. Aproveché para verlos de lejos, acercarme hubiera roto la comunión y el instante de algo tan fugaz. Seguramente, pensé entonces, eso es la felicidad.

Te vi otras veces. De lejos. De paso. De prisa. Nunca hubo oportunidad de cruzar palabras, de intercambiar datos, suertes, direcciones. Y siempre me quedé con ese día en el parque identificándote con los que ya tienen la vida encarrilada, segura, duradera, predecible, recordándola así en un recuento fugaz de las vidas de los otros.

Fuiste esa imagen hasta la mañana de hoy, en que una esquela del periódico informó que habías muerto, que desde aquellos años hasta ahora, habías tenido (dejado) dos hijos más. Verás, no encuentro la forma de decirte como duele no haber cruzado una calle transitada, una acera lluviosa, o un par de escaleras para darnos un poco de espacio en el tiempo para despedirnos.

domingo, 6 de junio de 2010

El Libro del Mes: El Asedio






"Hay un mendigo en el suelo, su espalda apoyada contra la pared... Al pasar el corsario por su lado, levanta hacia él la vista.

- Deme algo, mi brigadier... Por amor de Dios

Sigue adelante, pero se detiene de pronto. Un tatuaje azulado, borroso por el tiempo, que advierte en el antebrazo del mendigo llama su atención. Un ancla, parece, entre un cañón y una bandera.

- ¿Qué barco?

Le sostiene la mirada el otro, desconcertado al principio. Al cabo mueve la cabeza, como si comprendiera. Se mira el tatuaje y luego levanta de nuevo los ojso hacia Pepe Lobo.

- El San Agustín, un ochenta cañones. Su comandante, don Felipe Cajigal

- Ese barco se perdió en Trafalgar"

La boca del mendigo se quiebra en una mueca desdentada que en otro tiempo y otra vida fue una sonrisa. Con ademán indiferente señala su muñón desnudo.

- No fue lo único que se perdión allí.

- No hubo socorro, supongo - comenta Lobo

- Lo hubo, señor... el de mi mujer metida a puta.

Ahora es el corsario quien asiente despacio. Pensativo. Después mete la mano en un bolsillo y saca un duro: el vejo rey Carlos IV miranda hacia la derecha, lejos, como is nada de aquello fuese con él. Al tocar la onza de plata, el mendigo observa al corsario con curiosidad.

Después aparte la espalda de la pared y parece ergirse un poco, con una ráfaga de insólita dignidad, minetras se lleva dos dedos a la frente.

"Cabo de cañón Cipriano Ortega, señor. Segunda batería".

El capitán Lobo sigue su camino. Lo acompaña la hosca pesadumbre que todo hombre sometido a los azares del mar y de la guerra siente ante la mutilación y la miseria de otro marino.

Quizá un día se vea él mismo de ese modo, piensa Pepe Lobo mientras se aleja del mendigo. Y en el acto se obliga a dejar de pensar."

Pasó algún tiempo desde que salió de las imprentas el último libro de Arturo Pérez Reverte, Un Día de Cólera, pero esta obra no es de ficción: narra los sucesos del levantamiento popular de Madrid contra los franceses en 1808, que fueron inmortalizados por los terribles grabados de Goya.

Este trabajo multitudinario, narra con rigor de historiador y con pinceladas de novelista lo que ocurrió en aquellos días funestos de la historia española, tal y como narró en Cabo Trafalgar los sucesos de la famosa batalla naval desde el punto de vista español.

Ahora nos presenta una novela cuyo telón de fondo es histórico, pero sus personajes ficticios, con un sabor parecido a lo que logra en su exitosa serie El Capitán Alatriste, donde la España del Siglo de Oro es descrita con delicadeza y minuciosidad.

En El Asedio, el marco es el asedio del puerto de Cádiz durante la ocupación napoleónica, con historias que se van engarzando en la trama de la ciudad sitiada: un capitán corsario, una dama que maneja una empresa naviera, un oscuro y brutal oficial de policía, el asesino serial que mata a sus víctimas a latigazos, el capitán francés obsesionado con destrozar el corazón de Cádiz con sus queridos cañones de bronce, el guerrillero español que se bate contra el enemigo a veces sin saber porqué... Y todo con la magia narrativa de un autor que habla de los usos y costumbres de una ciudad y personajes que vivieron hace doscientos años como si fueran sus mismos vecinos.

Es la mejor narrativa del Maestro de Cartagena hasta ahora: Asediar este libro me tomó 72 horas. Es de los que no puedes dejar de leer, valga el cliché.

jueves, 27 de mayo de 2010







¡HEY, IGNACIO!

"Las armas nacionales se han cubierto de gloria... el enemigo se batió con bizarría... sus jefes han actuado con torpeza..."
-- Ignacio Zaragoza, en el parte oficial de la Batalla de Puebla


"Rechinando los dientes": Eso hubieras contestado si alguien te hubiera preguntado en ese mismo instante cómo entraste a la ciudad de Puebla de los Ángeles: eso es lo que le hubieras contestado. Así nomás, seca y brevemente, como acostumbrabas dar las órdenes y también obedecerlas.

Encabronado, montado en un caballo de guerra, observabas los arcos triunfales, las flores de colores en los balcones de las mejores casas de Puebla, colgadas de las iglesias o adornando los palacios de los más pudientes. Mensajes de bienvenida, de agradecimiento eterno; todos escritos primorosamente en francés. Estaban ahí también las condenas hacia el legítimo Presidente de la República, Benito Juárez, en bandos pegados en todas las paredes. El demonio de Juárez, el indio Juárez, al cual los curas maldecían, y quienes señalaban a tus soldados cansados, condenándolos al fuego eterno, más que nada, por militar en el Ejército de Oriente que defendía al gobierno liberal. Desde tu montura repasaste a tu tropa que entraba ordenada y silenciosa por las principales calles de la ciudad. Harían campamento en sus afueras, hacia el rumbo de los fuertes de Loreto y Guadalupe, que bloqueaban el camino que llevaba hasta el corazón del país, el valle de Anáhuac.

Delante de ti desfilaron los uniformes rasgados, los pies descalzos, las fornituras desgastadas, las espadas romas de tus oficiales, pero también viste lumbre en los rostros morenos y el brillo de sus dientes afilados que sonreían con desdén. Habían husmeado, como lobos jóvenes, el olor de la pólvora allá atrás, en Acultzingo, en una maniobra que desequilibró a tu enemigo: emboscaste al ejército invasor. Querías que tus jóvenes soldados olvidaran un poco la Historia Nacional pletórica de retiradas y despojos: las Cumbres de Acultizngo bautizaron a tus soldados. En un parte de guerra breve como un relámpago, le mandaste decir a don Benito: “los franceses pelean bien... pero los nuestros matan bien.” Te desahogabas en tu correspondencia oficial, y en la privada. De la ciudad trazada por los ángeles escribías a tu mujer, lleno de coraje: "¿Puebla? Puebla debería ser quemada hasta los cimientos... ". En un informe, igual de agresivo le confiaste lo mismo a Benito Juárez, que ponía en tus manos la supervivencia de la República.

Puebla. En 1847 la ciudad se negó a oponer resistencia al invasor yanqui, abriéndole las puertas del Valle de México, entregando sus fuertes intactos, su artillería completa. Puebla, que soñaba con España, con Francia, con Europa y con un principito rubio, de buenas maneras. Puebla, que no tenía un solo mendrugo de pan para tu ejército de mexicanos libres, republicanos, casi desnudos, pues el trigo y el vino lo guardaban para la fiesta de bienvenida que se organizaba casi abiertamente, ante tus ojos sorprendidos, para los invasores: Pinche Puebla.

Tu estado mayor estaba compuesto por oficiales hechos al vuelo. Soldados por necesidad. Guerreros a fuerza. ¿Qué tenías para oponerte al ejército francés que venía de vencer a los rusos en Crimea, a los austriacos en Solferino y Magenta ¿A Francia que tenía al mejor ejército del mundo? Casi nada. Muy poco. Al menos en teoría, las apuestas estaban cargadas en tu contra. En fin.

Desde un mirador del fuerte de Guadalupe fácilmente se distinguían las delgadas y altas columnas de humo de las cocinas de campaña del orgulloso ejército francés. Al pardear la tarde, se veían a ojo desnudo los puntitos escarlata de las fogatas de su campamento. Según tus informes, aproximadamente siete mil soldados franceses venían hacia Puebla. La vanguardia la componían dos mil infantes del regimiento No2 de zuavos, tropas de asalto argelinas conocidas por su ferocidad y destreza en el combate cuerpo a cuerpo. Según tus informes, la artillería naval que llevaban los franceses había sido reforzada: superaban con mucho al puñado de cañones que componían la artillería fija de tus fuertes. Pero también tus exploradores - aquí te sorprendiste enormemente - te dijeron que la artillería pesada enemiga estaba emplazada a decenas de metros de donde su alcance era eficaz. Tus espías aseguraron que las recuas de mulas de carga asignadas a los batallones de artilleros descansaban plácidamente en el campamento, que los barriles de pólvora y los proyectiles de cañón yacían sin ton ni son alrededor de sus emplazamientos, que las cureñas de los cañones estaban ya fijas con gruesos torones al suelo: removerlas y volver a colocarlas en posición les tomaría horas preciosas.

Lo que tú no sabías era que el Mariscal Conde De Lorencez había asegurado a sus tropas que serían recibidos con flores y lluvia de papelitos de colores al llegar a las puertas de Puebla. Le decía satisfecho a los oficiales de su estado mayor que tú, Ignacio Zaragoza, General del Ejército de Oriente, huirías aterrorizado al ver a los zuavos de pantalón bombacho y color escarlata marchar hacia las posiciones defensivas de Puebla, como si fueran a un día de fiesta. Lástima por Lorencez, lástima por el Obispo de Puebla, que esperaban merendar juntos la tarde del día cinco de mayo: entre ambos te interponías tú, con cinco mil de infantería y setecientos jinetes que, para desgracia de las glorias de Francia, en su mayoría nunca habían oído hablar de Magenta y Solferino.

En la noche del cuatro de mayo reuniste a tus oficiales: Porfirio Díaz, Celestino Negrete, Jesús González Ortega, Sóstenes Rocha. Sin mayor preámbulo planteaste la estrategia a seguir: "Es difícil pensar en una victoria, los franceses nos aventajan en número, armamento y logística. Enfoquémonos en hacerles la mayor cantidad de bajas y pérdidas de material de guerra... Esto los obligará a retrasarse en Puebla por lo menos seis meses para recuperarse. La marcha a la Capital se tendrá que suspender y nos dará tiempo de preparar la defensa del país. La consigna, para ustedes y sus hombres, es breve: la mayor cantidad de bajas al enemigo, el mayor daño a su material de guerra... eso es todo, a sus puestos."

Desde la madrugada del día cinco se esperaba el asalto francés. Al amparo de un amanecer sin luna, antes de clarear, habías mandado a la caballería del General Negrete a dar un rodeo y situarse justo atrás del fuerte de Loreto, a extra muros del alcázar. Hacía horas que los “dragones” esperaban tus órdenes, impacientes e invisibles. Si los franceses intentaban un asalto frontal al fuerte, serían rechazados al carecer del apoyo de su artillería pesada. La caballería entonces desarticularía cualquier intento de reorganizarse con un contraataque sorpresivo y mortífero. En caso de que el asalto al fuerte fuera eficaz, por lo menos Negrete podría intentar romper el cerco... echaste un último vistazo a los defensores que tomaban sus posiciones medio dormidos todavía, con un hueco en el estómago que evitaba tener hambre. Viste un bosque disparejo de bayonetas quebradas o torcidas: fusiles ingleses de chispa, sobrantes de la batalla de Waterloo, con más de veinte años de obsolescencia, que armaban al grueso de los soldados rasos de Ejército de Oriente. Algunos rifles modernos en las manos de tus leales Rifleros del Norte. Algunos de sus oficiales lucían revólveres americanos de cinco o seis tiros. Se hicieron los últimos ajustes, se dieron las últimas órdenes.

En los emplazamientos de artillería, los cañones se cargaron con perdigones de acero para detener a la infantería atacante. Los cañones abrirían fuego sobre el enemigo cuando estuviera a una distancia menor a cien metros de las murallas. La infantería entonces cazaría a los que continuaran avanzando; si algunos lograban escalar las paredes, serían fácilmente rechazados. Un audaz reconocimiento hecho en la madrugada hasta los emplazamientos de artillería franceses te había confirmado que, salvo unas pocas baterías de montaña móviles, de los cañones de gran calibre no tendrías nada que temer. Poco a poco, las cosas dejaron de verse tan oscuras como te lo habías temido el día anterior.
El coronel Sóstenes Rocha, que siempre te dijo en broma que parecías tendero y no general, te vio sonreír hacia la oscuridad por un par de segundos. Sobre esas cosas ya no preguntaba nada, porque ya se había acostumbrado a ciertos hábitos tuyos, como reírte solo o el mentar madres a cada rato.

Pasadas las ocho de la mañana, tus vigías detectaron una oleada de zuavos e infantes de marina que avanzaban – colina arriba - entre los abrojos y la maleza rala que crecía cerca de las fortificaciones gemelas. Avanzaban en silencio, algunas órdenes habladas mas que gritadas por los oficiales de cada pelotón, se escucharon hasta donde las bocas de los fusiles los seguían, individualizando de todo el grupo específicamente a un individuo, siguiéndolo en cacería, esperando la señal de fuego. Entrando la primera oleada al perímetro de los treinta metros convenidos, los fuertes se encendieron con la primera descarga cerrada. Las piezas de artillería atronaron por el resto del día, incansables, mientras los artilleros extendían paños húmedos sobre el hierro de los cañones que se calentaba por la frecuencia de los disparos. Oleada tras oleada de asaltantes fue lanzada para tomar los fuertes que defendías.

No te explicabas porque el general francés no te forzaba a pelear fuera de tus fortificaciones. Estaba claro que la preparación y equipamiento del militar francés era mejor en esas condiciones. No comprendías porqué en lo que iba de la mañana el Conde de Lorencez no cambiaba su táctica, a todas luces inútil. Oleada tras oleada de infantes franceses eran contenidos por la fusilería mexicana. Los que llegaban hasta el pie de los muros se batían contra un feroz batallón de exploradores indígenas de las tribus zacapoaxtla y xochipulca, que pidieron batirse contra los franceses extra muros al arma blanca. De un momento a otro, esperabas que Lorencez se lanzara sobre las tapias del vecino convento del Carmen para tomar tu retaguardia. Dentro del infierno de la guerra, sentiste algo cercano a la felicidad. Te encogiste de hombros: "Yo lo hubiera hecho"--te repetías una y otra vez. Te sorprendía tu buena suerte, tan ajena a los destinos de tu Patria invadida.

Ordenaste a los impacientes jinetes de Negrete contraatacar por los flancos para desarticular un avance potencialmente peligroso. El corneta de órdenes de la División Negrete dio el toque "a degüello": los jinetes mexicanos parecían volar sobre la maleza baja y los fragmentos ardientes de metralla, que volaban como moscardones enloquecidos. Los dragones lazaron zuavos, los arrastraban entre los matorrales, alanceándolos o cargando a sable en grupos perfectamente sincronizados. Sabías que la caballería ligera mexicana era la mejor carta del Ejército Nacional, y la jugabas bien. Después de su sexta intervención exitosa, recibieron órdenes de abrigarse en los pliegues del terreno que los ocultaba eficazmente. Entonces se abrieron las puertas del cielo sobre Puebla. Un diluvio empantanó la vanguardia asaltante, que resbalaba entre el lodo, tratando de proteger del agua sus fornituras y mecanismos que se anegaban e impedían disparar más. Era una situación propicia para la caballería, ordenaste a Negrete atacar nuevamente: esa última carga de caballería deshizo el ímpetu de los atacantes que huyeron, abandonando varias piezas de artillería de montaña. Pocos minutos después, un teniente de dragones llevó al cuartel general una bandera francesa capturada al 2do Regimiento de Infantería Ligera Imperial: los zuavos.

Cuando amainó la tormenta, tuviste que imponerte a los generales Díaz y Negrete. Querían arrasar el campamento enemigo con un contraataque inmediato. González Ortega, de profesión tenedor de libros y por circunstancias de la vida, artillero en jefe del ejército de Oriente, te apoyó sin hacerse ilusiones: avanzar a terreno descubierto los pondría fuera del cobijo de su propia artillería, que no era de mucho alcance. Tal vez, razonó, los franceses habían tenido entre dispersos, heridos, prisioneros y muertos, poco más de mil doscientas bajas, pero dos tercios de su fuerza de combate aunque desmoralizada, permanecía intacta. Ya lo decían los viejos: "A enemigo que huye, puente de plata."

El seis de mayo, los poblanos esperaban el contraataque francés: ese día, se gastaron diez mil pesos en arreglos florales nuevos, colgaron de los arcos triunfales tafetanes con los colores de Francia. El contraataque no llegó, pues Lorencez puso distancia entre su ejército derrotado y tus soldados victoriosos, marchando hasta la frontera entre los estados de Puebla y Veracruz: Habías vencido.

Entonces la fiebre, Ignacio, te empezó a devorar en Acultzingo. Te hizo empezar a alucinar. Soñabas con pelotones de fusilamiento enemigos ejecutando a tus amigos, a tus compañeros de armas, a don Benito. Y también llegó la carta que te informaba la muerte de tu esposa, allá en Monterrey. Poco después, llegó el anuncio de la muerte de tu hijo primogénito. Tal vez esa carta fue la que te hizo ver a Puebla en llamas otra vez. Pinche Puebla. Allí te contagiaste de la tifoidea que te invadía, que te mataba sin remedio. Esto nunca te evitó salir, afiebrado y todo, a pasar revista a tu ejército vencedor envuelto en un capote encerado de color oscuro. Tus leales Rifleros, bajo la lluvia helada y omnipresente de la serranía poblana, se sorbían los mocos, se enjugaban las lágrimas: se atragantaban sin remedio. "Mí general se muere, pero no nos quiere dejar solos todavía."

El general González Ortega, que siempre te tuvo envidia, se escondía para no verte encorajinado con los charcos, con el fango. Caminaba retrasando los pasos, ligeramente atrás de ti, durante las inspecciones porque no se aguantaba el coraje, la mala leche, la poca madre de quién fuera: eras el primer general victorioso en la historia de la República, y no podían tus generales defenderte de la fiebre, que te consumía a diario.

¿Quién eras, Ignacio? ¿Quién habías sido hasta entonces? Eras neoleonés y coahuilense y nacido en Texas, todo a la vez, gracias los cambiantes caprichos de la geografía nacional. Casi fuiste sacerdote, casi abogado, recluta a los veintidós, capitán a los veinticuatro, general de división a los veintiocho, Ministro de Guerra de la República a los treinta, Defensor de la Patria a los treinta y uno, muerto a los treinta y dos. Siempre fuiste leal al federalismo, en una época en que casi nadie lo sabía explicar bien a bien. Rápido, letal y breve: fuiste una bala de cañón.

Te hubiera sacado un poco de tu habitual mal humor una última broma que le jugó a Puebla el Presidente Juárez, que detrás de su habitual seriedad, era de una ironía exquisita. Cuando el mensaje telegráfico llegó hasta el Palacio Nacional anunciando tu muerte, el Presidente perdió el aplomo, le dijo emocionado a Ignacio Comonfort, "Nos han dejado indefensos." Pero un poco tiempo después de tu muerte, Puebla de los Ángeles, por Decreto Presidencial cambió su nombre oficial.

Te repito Ignacio, hubieras sonreído al volver a Puebla de los Ángeles... Perdón, a Puebla... de Zaragoza.

Pinche Puebla.