viernes, 11 de diciembre de 2009

Pablo, el semáforo en rojo y una chamarra de astronauta

Esta Navidad va a ser una mugre, pensó. Y es que el clima no ayudaba tampoco. Era una tarde invernal, pero a esas horas el día se empezaba a transformar en noche. La somnolencia causada por la calefacción del coche lo adormecía, la marcha lenta de los coches lo sumía poco a poco en un letargo que se interrumpía con cada frenada suave que daba el vehículo. La lluvia tamborileaba el cristal del parabrisas rítmicamente. Con los ojos cerrados, se dejaba sorprender de pronto por el ruido que causaban las llantas del tráfico lento sobre los charcos del pavimento en la avenida. Se imaginaba olas que desde el punto de vista de una hormiga debían de ser terribles, pero desde la perspectiva de los seres humanos eran simplemente una molestia que aumentaba la miseria de los peatones que allá afuera se empapaban esperando algún transporte urbano o algún taxi. Así es fácil imaginar el frío.

Su padre manejaba el coche mecánicamente. Alguna vez se preguntó Pablo si podría manejar como él. Se preguntaba demasiadas cosas porque no sabía si algún día él mismo podría arreglar una fuga como lo hacía su padre, o cambiar un fusible, o encender el boiler cuando se apagaba accidentalmente, igual a como lo hacía su padre. Lo miró desde su propia estatura de ocho años de edad y se preguntaba si los papás van a alguna dependencia de gobierno donde les enseñan a ser adultos o si eso te lo van enseñando en la escuela conforme vas cumpliendo años. Él mismo, por ejemplo, tenía poco tiempo de saber como amarrarse las agujetas de los zapatos. Su madre lo había festejado ampliamente por un rato por aquello, pero viendo a papá conducir el coche, sabía que era poseedor de un conocimiento menor. Aquello era algo de todos los días para un adulto cualquiera.

Un bocinazo lo trajo de vuelta al asiento del coche. Su padre nunca hacía sonar el claxon, lo consideraba de pésimo gusto y supo de inmediato que el conductor del vehículo de atrás era el culpable. Estaban en el cruce de las calles de Carranza y Arteaga, un camión se atravesaba en ambos sentidos, obstruyendo la circulación de la avenida. El semáforo en verde les daba el paso pero aquel camión maniobraba lentamente. Había que esperar. Su padre se veía contrariado. Cuando se desesperaba por algo al ir conduciendo, acariciaba el volante con la mano izquierda, se tranquilizaba y se mordía una o dos veces los labios. Nunca decía nada, nunca gritaba y en esas ocasiones simplemente se volvía hacia él, le acariciaba una pierna o cariñosamente le daba palmaditas en el cachete “¿Cómo está el Jefe Cejas?” preguntaba sonriendo, así le decía de cariño desde la cuna. Solo lo llamaba así cuando estaban solos, nadie lo sabía, ni los abuelos, ni los tíos: era un secreto de ellos tres. Pero en esta ocasión, su padre permaneció con la vista al frente, acariciando el volante, mordiéndose los labios. El camión lentamente desalojó la calle, huyendo por Arteaga. El semáforo cambió su luz y el disco color rojo detuvo el flujo de los vehículos. Pablo entrecerró los ojos y giró su cabeza hacia la acera.

Ahí, parado sobre la banqueta estaba un niño. La lluvia, el frío y la grisura de la tarde lo hacían ver como si fuera una foto borrosa, irreal. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, el suéter sucio a franjas horizontales en blanco y azul, llevaba unos pantalones ajados que no aguantarían una lavada más.

Pablo bajó el cristal de la ventanilla - la pequeña figura estaba a escasos dos pasos del coche - y lo miraba fijamente.

Había bajado el cristal a medias cuando se le ocurrió voltear hacia su padre. ¿Se habría dado cuenta? ¿Por qué no le decía Hijo, la lluvia, el frío, no lo hagas o algo así? Su padre veía hacia el frente.

El disco rojo detenía el tráfico con su mirada sin parpadeo. La lluvia estaba en suspenso, entre el cielo y el suelo. El tiempo, el tráfico y el frío se habían detenido de pronto. Al volverse se topó son la mirada fija del niño que lo tocaba con el vaho de la respiración. Un sobresalto casi lo hace irse hacia atrás.

Hola Pablo. ¿Tú me conoces? Claro, desde siempre. ¿Por qué? Porque así es, por que si te fijas bien, somos iguales. ¿Iguales? Casi, casi iguales, pero hay algo que nos hace diferentes, es algo imperceptible: el tiempo ¿El tiempo? Claro, el tiempo, el pequeño tiempo, los segundos o los minutos, esos que todo mundo gasta sin darse cuenta. ¿Cómo es eso? Muy fácil: sales a la calle y saludas al vecino y mira, ya se te fueron un par de minutos, ves la tele y se te van veinte o treinta y ni los extrañas: tú y yo somos idénticos excepto por el tiempo.

Pablo lo observó de cerca: podría ser su hermano gemelo sin problema, salvo por que sus ojos tenía unas ojeras profundas. Un lejano olor a podrido se filtraba discretamente hasta el interior del coche. Sobre todo Pablo sintió temor por esos ojos profundísimos, que no iban a ninguna parte.

Trató de ser amable: Tendrás frío, toma, te doy mi chamarra de astronauta, me la ha traído mi papá cuando fue a Ciudad Juárez, es impermeable ¿ves? nadie en la escuela tiene una como ésta. El frío es lo de menos, Pablo. Hambre tendrás, yo tengo por aquí mi sándwich que no me comí en el recreo, no tuve tiempo de comerlo. Sí, ya sé, fueron por ti para llevarte al hospital, pero no, hambre tampoco tengo. Tú lo sabes todo. De ti, sí, es natural. Eres raro. No, mírame bien, yo soy tú: ahorita mismo te estás viendo. ¿Y qué tiene que ver eso con el tiempo? Es que el tiempo se detiene a veces para algunos, para que puedan ver como unos segundos lo cambian todo. Nadie en mi cuadra me creerá que me he visto. Nadie le cree nada a nadie, mira, yo soy tú diez segundos antes o diez segundos después de que nacieras, diez segundos antes o diez segundos después de que tus padres te imaginaran, diez segundos antes o diez segundos después que tu resultaras ser el hijo de un matrimonio que vive aquí en Monterrey, y no un niño africano muriéndose de hambre o el príncipe heredero de España ¿ves? yo no soy nada, pero tú si eres. ¡Eres un fantasma! La gente se inventa sus fantasmas, Pablo, pero ahora no necesitas ninguno, simplemente yo estaba en esta esquina y tú atinaste a pasar justo en ese mismo momento. ¿Qué quiere decir esto? Que las posibilidades de que cualquier persona se cruce con el que nunca fue son remotísimas, los que nunca fuimos estamos al alcance de los dedos de quién sea, pero únicamente el tiempo de detiene cuando por coincidencia nos llegamos a encontrar con quién nunca seremos. ¿Tengo suerte al haberte encontrado? No sé, aunque creo que te llevaste toda la buena suerte que me pudo haber tocado. Lo siento. Tú no tienes nada que ver con eso, estas fuera de pedir disculpas o necesitar lástima, pero fíjate bien, en esta ciudad en que tu vives hay otra que se sobrepone y que tiene sus semáforos en rojo y sus chamarras de astronauta: ahí vivimos los que nunca fuimos y todos los días nos rozamos con los que han sido, tal vez eso sirva. Entonces esto tiene una moraleja. No sé, dime tú si tengo cara de fabulista. Se rió y sus dientes amarillentos contrastaban con la palidez de su cara. La sonrisa del otro Pablo era una segunda cicatriz aguda.

El semáforo cambió a la luz verde, el tráfico inició su desfile lento y un camión urbano levantó una ola de agua que mojó a una monja y dos enfermeras que esperaban una unidad de transporte de otra ruta. El padre de Pablo trató de acelerar. El tráfico por Venustiano Carranza apenas se arrastraba por el pavimento.

Pablo nunca lo había visto tan desesperado. El teléfono móvil de su padre sonó y él se tardó en reaccionar. Apenas iba a decirle “Papá, tu teléfono” cuando el hombre se había abalanzado sobre el aparato, entre la densidad del tráfico, se trató de orillar al ver el número. Contestó “Si, si, soy yo Belinda ¿Cómo está el niño?”.

El tráfico se detuvo y varios peatones sacaron al hombre histérico que gritaba desde adentro del automóvil. No, mi hijo, no, Pablo, no. Pablo se trató de quitar el cinturón de seguridad. No entendía nada. ¿Papá? Volteó hacia todos lados.

Desde el cruce de la Avenida Venustiano Carranza y la calle José María Arteaga, un niño con los dientes amarillentos y ojeras profundas le decía Adiós con la mano.

En la otra llevaba una plateada chamarra de astronauta.

domingo, 27 de septiembre de 2009

Monólogo de Visitante Extranjera














Ahora mismo estoy conociendo tu país desde la ventanilla del avión.

Es grande, y aunque esto ya lo sabía, me sorprende descubrirlo por mí misma. En mi país, los pequeños bimotores de nuestra aerolínea local lo atraviesan de lado a lado en un par de horas y les sobra tiempo.

Desde acá arriba veo campos arados, pastizales extensos o bosques impenetrables. Veo montañas que desde el suelo deben ser majestuosas y retadoras, pero desde las alas del Airbus que me trae hasta acá, parecen pequeñas y humildes. Allá abajo, pasan lentas y heladas, mientras volamos a ochocientos noventa kilómetros por hora, a veinticinco mil pies de altura. Desde aquí paso revista a las serranías de tu tierra. Como jirones y manchas veloces de verdes oscuros y marrones van asaltando mi horizonte, casi como me lo constaste alguna vez.

No sé como son tus ciudades. Por más que las imagino me pregunto ¿Qué magia tienen? ¿Qué miseria esconden los rascacielos, los monumentos, los neones? ¿Qué historias oscuras podrían contar sus paredones y sus calabozos, los claustros y los monasterios, las fortalezas de tu ciudad? Sabrás, por que te lo he dicho, que en mi país no hay héroes. Allá solo existen los ciudadanos, y los ejércitos, que ya solo existen por costumbre, se aburren en los cuarteles... Es triste que un país tenga tantos héroes, por que para que estos existan son indispensables los canallas.

Estoy emocionada, pero el ronroneo de los motores me arrulla y finalmente, duermo. Sueño desde la isla presurizada de mi asiento, desde la península minúscula de mi patria (donde deseo que solo habitemos dos personas) ¿Qué me espera allá abajo? Yo solo acudo a encontrarte... ¡Y me mandas a tu país por delante a recibirme!

El manto de nubes interviene: las hay delgadas como sábanas e intervienen en esta breve introducción con montañas. ¿Sabes? He aprendido demasiado de este país y de su historia, su sucesión de partos solitarios, de batallas perdidas, y también que detrás de las letras muertas, palpita todo lo que muy pronto me enseñarás: Lo que no conozco de sus sueños y sus secretos. Su fe ante el dolor pesado y espeso de la incertidumbre, barnizado de una alegría desesperada, pero auténtica y sólida como un buen cimiento.

Sueño con sus sonidos particulares, los que se conocen por la noche.
Bajo mi pie murmuran la madera joven, el canto rodado de algunas calles y la cálida carne de su cantera. Ásperos son en mi imaginación el granito de sus templos y el basalto de los monumentos. Todo envuelto en música de mar, de aire, de sol nuevos y que ignoro, pero poco a poco reinvento... En fin, no sé si algún día te llegue a contar esto: me siento indefensa cuando logras traspasar mi mente y conoces lo que pienso, aunque intuyes lo que yo retengo ¿No es esto lo más privado que tenemos? El cuerpo se posee y hasta se intercambia, pero no existe callejón más privado que la conciencia y la memoria concreta. Me da miedo pensar que somos extraños aún conociéndonos. Estar tan cerca y tan lejos.

“El piloto aplica los aerofrenos. Son las seis de la tarde y los techos de lámina de las fábricas de tu ciudad brillan como las escamas del pez dorado y ardiente de los agostos mexicanos. Son novedades que no aparecían relatadas en tus cartas y no me gustan. Las fábricas y su rutina son tan antagónicas al viento (y a ti y a mí) como lo son la libertad a la corona. El avión tomará pista en un par de minutos: ¡Te extrañé tanto por tantos meses y ya voy a verte! El cielo sucio de tu ciudad me recibe como una asquerosa sonrisa de dientes amarillentos por la nicotina. Cortamos el smog de tu país, quizás ya lo respiro y esto ya es algo. ¿Habrá traducción al español para mi nombre? Lo ignoro. El lenguaje de tu tierra es autocrática como la lumbre y, para mí, musical como la lluvia. A ciento ochenta kilómetros por hora, tocamos en llantas de caucho la pista. Nos movemos cada vez con más lentitud... el avión ha parado totalmente: estoy llamando a tu casa. ”




Buscando Ítaca











Cuando emprendas tu viaje hacia Ítaca/
Debes rogar que el viaje sea largo…
(Constantino Kavafis/ Itaca)


Hace décadas partí.
Abandoné Ítaca, la de muros blancos, playas cristalinas.
Y ahora que intento regresar, extenuado de la guerra,
Yo te pregunto a ti,
¿En dónde está Ítaca, viajero?
¿Me reconocerán su aire, su playa, sus muros blancos?
Si ya no me conozco yo, si ya dejé atrás tanto
Si ya no recuerdo el camino de vuelta,
Si quedaron en algún lugar mi equipaje y mis días
¿A dónde volver, si es que vale la pena volver a algún lado?
¿En dónde está Ítaca, viajero?
Llevo en la memoria mil deseos muertos
Banderas arriadas
Retiradas al amparo de la noche
Sueños muertos de sed y frío
Pero ningún recuerdo de mi infancia,
Ni un ladrillo que sea mi casa
Ni un terrón de suelo amado
Por eso vago - es cierto - y la brújula quedó guardada en algún lado,
O ronda perdida en algún tiesto, con la carátula quebrada y el Norte inútil.
Y si no existe ya Ítaca,
¿Cuál playa es la indicada?
¿A dónde descansará la proa de las negras naves?
Yo te pregunto a ti, viajero,
¿Existió Ítaca alguna vez?
¿Valdrá la pena seguir buscando?

jueves, 17 de septiembre de 2009

"Mas vale morir de pie..."










"Más vale morir de pie, que vivir de rodillas..."
- Miguel Hidalgo
(Septiembre de 1810)


Firmaste la carta y leíste otra vez la última frase. Sí, era un buen remate para una carta, Miguel, pero los gritos - esos gritos insoportables - no te dejaban en paz. Todos ellos estallaban dentro de tu cabeza. Todos eran de dolor y de guerra, de muerte.

Afuera del improvisado despacho desde donde escribías tu correspondencia, ardía ferozmente Guanajuato. Cerca, en la Alhóndiga de Granaditas, todos los españoles de la ciudad que se habían atrincherado allí habían sido pasados a cuchillo sin miramientos: hombres, mujeres, niños. Todos. Paradójicamente, el intendente Antonio Riaño, el líder de la resistencia española, había sido buen amigo tuyo.

Muérete de vergüenza, Miguel, con artimañas le habías pedido prestados a Riaño varios tomos de su magnífica "Enciclopedia" - la edición francesa de Denis Diderot- para aprender cómo fundir bronce y hacer cañones, como reparar mosquetes, como fabricar armas: indirectamente llevabas en las manos la sangre de un buen amigo.

Tu escasa artillería, dirigida por Mariano Jiménez con algo de habilidad y mucha suerte, escupió metralla y balas sólidas de fierro toda la mañana hasta que la Alhóndiga y los barrios circundantes eran solo ruinas humeantes.

Para entonces, ya había surcos de sudor y lágrimas de arrepentimiento en tu rostro cubierto por el polvo generado por tanta demolición. Ignacio Allende, el verdadero líder militar de la revuelta, te encontró repartiendo extremas unciones y pidiendo perdones aquí y allá.

Lo viste enorme, montado en su caballo negro como la guerra, traía el sable aún desenvainado, sus pantalones blancos de capitán de dragones tenían manchas color óxido de la sangre seca y lumbre en los ojos.

Te miró con algo parecido al desprecio, "Va a haber muchos muertos, Miguel" te había advertido hacía tiempo ya. Tú no escuchaste.

Creías cándidamente que la turba desorganizada que comandabas sería suficiente para lograr que las plazas del Bajío se rindieran ante tu ejército, una a una, sin un solo tiro, sin un solo muerto. Bueno deseos. Amargos despertares. Allende tenía razón, la tuvo siempre.

Y es que, aunque te pesara, Ignacio José Allende era un héroe nato: valeroso y enamorador, inteligente, buen táctico, estratega natural, inmune a todas las heridas aún cuando estuvo siempre en lo grueso del combate.

Allende te reprochó mil cosas. Era un soldado: los muertos le tenía sin cuidado. No era un desalmado, era un -excusando el término- un realista.

Algunos meses después de que escribiste aquella carta, convertiste esa frase en un grito de guerra.

"Más vale morir de pie, que vivir de rodillas".

Eso se lo repetías a los indios y los desamparados que te seguían como una plaga bíblica, sin mayor afán que la rapiña del que no tiene que perder.

Caían en combate como insectos, pues sus armas eran las mismas piedras del campo de batalla, los cayados del pastor o sus instrumentos de trabajo. Y esa conciencia tuya, Miguel, te era tan leal que no te dejó nunca, obligándote a ver a los moribundos, a los lisiados de tu guerra.

A Ignacio Aldama, el "abogado insurgente" le dijiste en secreto que ninguna independencia valía todo aquello. Pero ya no podías hacer nada al respecto, lo sabías.

Terribles errores provoca en el líder militar el sentimiento a flor de piel. Quién manda un ejército debe calcular un número de muertos y aceptarlo, por eso la guerra es uno de los caballos del Apocalipsis, pero tú eras un libertador que amaba la vida demasiado.

Así, a pesar de que la ciudad de México había perdido todas sus defensas tras la rotunda y casi definitiva victoria que obtuviste en la batalla del Monte de las Cruces, te negaste a tomar la capital de la Nueva España por asalto.

El ejército español que la defendía había sido arrollado por tus soldados improvisados, el estupor del gobierno virreinal era absoluto y las fuerzas españolas disponibles quedaban dispersas y lejanas.

Inexplicablemente, decidiste retroceder hasta Querétaro, pero tampoco quisiste tomar esa ciudad. Cuando alguno de tus soldados exclamaba, excitado, aquellas palabras triunfales de Guanajuato -"Aún quedan muchas Alhóndigas por incendiar"- te estremecías, preferías escapar.

Los fantasmas de los asesinados hijos del intendente Riaño te quitarían el sueño para siempre. Allende nunca te perdonó eso, y simplemente en las juntas del Estado Mayor Insurgente te llamaba cobarde y miserable. Los líderes de esa accidental guerra de Independencia que empezó con vivas al rey de España, ya eran agua y aceite.

Autonombrándote Generalísimo, ordenaste varias retiradas a tu ejército victorioso, que se desmoralizó, enflaqueció por la deserción, perdió el respeto del enemigo y terminó perdiendo en todos lados.

Tú sabías que la amalgama de ese ejército era el odio. Una nación, como a un hijo al que se le espera con ansia, no puede nacer del odio. Eso pensaste tú, Miguel. Decidiste esperar. No sabías qué, pero decidiste esperar. No te diste cuenta que un ejército que huye está condenado a la derrota.

Los españoles se reorganizaron. El mando de los ejércitos realistas - que estaba formado por nativos de estas tierras, por lo que nuestra guerra de Independencia tiene mucho de guerra civil - le fue entregado al feroz general Félix María Calleja, "Culo de Fierro", y el resto del cuento es del domino público.

Te venció en Puente Calderón y también en Aculco. Eran batallas a las que Allende se oponía: no se debían comprometer los indisciplinados ejércitos insurgentes. Supo que la gran oportunidad se había perdido en el Monte de las Cruces.

Tu formación de clérigo te permitía buscar un perdón, pero su formación como militar le impedía aceptar la derrota como camino de redención.

La ruptura entre ambos y tu falta de decisión a las puertas de la ciudad de México significó el alargamiento de nuestra guerra de independencia por diez larguísimos años más: eres el gran humanista de nuestras guerras, porque trataste de evitar el sufrimiento de tu nación, olvidando que los partos son dolorosos.

Leales a pesar de todo – a pesar de ti mismo - los insurgentes de 1810 cayeron contigo: Aldama, Allende, Jiménez...

Última paradoja, Miguel, rápido, ahora que ya viene por ti el pelotón de fusilamiento.

Los tribunales eclesiástico y militar se quisieron vengar de tí, sin lograrlo: por órdenes directas del virrey, fuiste condenado a ser fusilado atado en una silla de madera.

"Más vale morir de pié que vivir de rodillas..."

sábado, 5 de septiembre de 2009

Dancing Queen












“The reason that the all-American boy prefers beauty to brains is that he can see better than he can think…”
(Farrah Fawcett, 1947-2009)


Don Antenor Patiño, fíjense Ustedes, murió un día dos de febrero.

En el mismo día en que se conmemoraba el aniversario luctuoso del acaudalado millonario boliviano – si es que alguien todavía lo recuerda - festejaba su cumpleaños nada más y nada menos que Farrah Fawcett.

Don Antenor heredó un imperio minero: controlaba como el implacable mercenario que fue el precio internacional del estaño - del que Bolivia era el mayor productor mundial - y cuando la revolución boliviana de 1952 nacionalizó los extensos complejos mineros del poderoso Grupo Patiño, el enrabiado multimillonario provocó la caída del precio internacional del estaño, organizando después un golpe de estado que derrocó al gobierno, provocando el caos.

Vivió poco en Bolivia, Don Antenor: odiaba a su país y a su gente.

Este sentimiento se renovaba cada mañana, cuando se veía al espejo y este arrojaba un rostro de pómulos prominentes, tez de bronce, nariz chata: la fisonomía andina del indígena puro.


En cambio, amaba Europa. Coleccionaba barones y duquesas para adornar sus fiestas. Cuando los motivos para celebrar eran lo suficientemente importantes, lograba que aristócratas segundones – príncipes daneses, condesas italianas – acudieran a sus salones y alternaran con algunas aves del paraíso como Salvador Dalí o Pablo Picasso, a los que nunca les compró un centímetro cuadrado de lienzo pero que eran indispensables si esperaba llegar a ser algo más que un indígena adinerado viviendo en Paris.

Un día se le metió entre oreja y oreja invertir en bienes raíces. No, no lo haría en un país de ingratos como Bolivia. Tampoco lo hizo en Europa, donde los trámites eran engorrosos y los sistemas tributarios eficaces. Prefirió México, y adquirió la que sería la esquina más cara del país, una donde se podía ver al Ángel de la Independencia como deben hacerlo los millonarios sin escrúpulos, tanto de México como de cualquier otro país: hacia abajo.

En esa equina se alzó el hotel María Isabel, llamado así en honor a una de sus hijas, producto de un matrimonio de conveniencia llevado a cabo por su padre con una mujer que aprendió muy pronto a despreciarlo: Maria Cristina de Borbón y Bosch-Labrús, III duquesa de Dúrcal y Grande de España. María Isabel – su hija predilecta - moriría en labores de parto años después.

De la señora marquesa fue la idea de construir una casa de playa en alguna playa mexicana virgen y remota, sin el oropel barato de Acapulco, sin el voyeurismo de Puerto Vallarta: sería una casa grande, un club de playa privado.

En la península de Santiago, en Colima, descubrieron una playa en que por las noches de luna llena se veían siluetas misteriosas danzando sobre el rompiente de las olas. Los navegantes españoles que zarpaban del la desembocadura del río Salahua hacia las Filipinas llamaron a aquel lugar “playa de las hadas”.

La casa fue diseñada por Jose Luis Ezquerra y su ejecución duró diez años. En 1974 acudieron trescientos invitados a la fiesta más dispendiosa en la historia del estado, pero para 1976 don Antenor Patiño vivía enfermo y casi arruinado: una de sus hijas vendió a sus espaldas la enorme casa de playa y sus nuevos dueños lo convirtieron en un hotel de arquitectura fantástica. Las Hadas.

Y bueno, todo esto tuvo que ocurrir para que a principios de febrero del 78, apenas anocheciendo y con nueve años encima, yo me asomara furtivamente dentro de una palapa amplia y abierta que era la “discoteca” del hotel: ahí, a media luz, Farrah Fawcett bailaba sola mientras una canción nueva, Dancing Queen de Abba, se iba desgranando en el aire, nota por nota.

Ojos cerrados, pies descalzos, jeans deslavados y justos, una playera de algodón roja – del mismo tono del célebre traje de baño inolvidable de su póster que vendió ocho millones de copias – y despachando un trago tras otro, Farrah Fawcett celebraba sola su cumpleaños treinta y dos, dividida entre su matrimonio en proceso de demolición con Lee Majors y su tormentoso romance en puerta con Ryan O’Neal.

Leslie, el barman, pretendía no verla, manteniendo la vista baja, ocupado en pulir la barra de mármol, en limpiar los vasos largos a conciencia, eso sí, con la ginebra atenta, la licuadora impecable, por si antes de marcharse a su suite, la mujer más deseada del mundo pedía otro trago, solo uno más, para irse temprano - y sola - a su habitación.

Ella bailaba suavemente – imagínense - sin hacer ruido, levitando sobre el fresco piso de cemento pulido, con un atisbo de curvatura en los labios, muy distinta a la que la convirtiera en la reina de los comerciales de Ultra Brite. Era una de esas sonrisas satisfechas que no le regalas a nadie, que logras al recordar una travesura de hace mucho tiempo, o cuando disfrutas un futuro inalcanzable, o cuando cometes el crimen perfecto: una sonrisa que pocos se pueden dar el lujo de tener alguna vez.

Verla era el mar: un azote de tendones corriendo marea arriba, desde sus pantorrillas hasta las caderas. El suave látigo de su espalda, tersa y perfecta, que terminaba en el oleaje dorado de la cabellera más envidiada del planeta.

Nunca había visto algo parecido.

Ese mismo año, la Farramania estaba en su apogeo y todas las semanas se publicaba algo sobre ella, al punto que la revista New Times Magazine – de corte político liberal – reconocía en un número de ese año que “en esta edición (lo sentimos mucho) no encontrarán nuestros lectores mención alguna sobre Farrah Fawcett”.

Y, cosas de un México más ingenuo pero igual de cruel y desigual que el de ahora, nadie la molestaba. Ni un solo paparazzo se adentró en el hotel, ni se ocultó entre las buganvillas o se colgó de alguna palmera para robar fotografías. Ningún mesero le pidió un autógrafo.

El fade out de la canción me sorprendió viéndola desde la entrada y ella sonrió. Sonrío como en los comerciales. Dejó el trago a medias: un discreto y silencioso carrito de golf se deslizó a la entrada para llevarla hasta su habitación. Lo vi hasta que se perdió en aquel laberinto de muros blancos.

La playa estaba a la vista y esa noche había luna llena. Las hadas danzaban, lejanas, sobre el oleaje, pero no les presté atención: yo ya las había visto de cerca – o al menos había visto una, la más bella de todas – bailando suavemente Dancing Queen.




Bufanda Roja




En memoria,
SCR
(1928-2006)


Cuando esto termine, voy a comprarte una bufanda roja.
Una como la que alguna vez, hace muchos años, vimos en el aparador de una tienda del centro. Era julio, y decidiste no comprarla, pues ya no era temporada de llevar bufandas.

Yo tenía siete años, lo recuerdo como si fuera ayer: bajamos al puerto y visitamos los muelles, fuiste señalando cada barco anclado en la dársena. Leíamos sus nombres sobre los cascos inmóviles y las banderas desplegadas por el viento apacible del Golfo. Cuando no conocíamos los países correspondientes a cada bandera, inventábamos países y banderas, y terminabas convenciéndome que la geografía era sumamente importante: "Imagínate que estás en un país y no sabes como se llama – me preguntabas - ¿Pues entonces cómo le haces?".

Cuando llegó el verano siguiente y fui a visitarte, pude adivinar todas las nacionalidades de los navíos del puerto, y me sentí muy contento, pues ya había solucionado un problema que se me había metido en la cabeza desde mi visita anterior. Ahora que puedo viajar solo, si me pierdo en un país lejano, al menos puedo presumirte que sé como se llama.

Después de ver los barcos, dimos una vuelta en lancha, hasta un restaurante que, según creo, estaba en medio de alguna bahía. Te daba risa que yo me pasara un buen rato buscando camarinas entre mi orden de mariscos, pues solo había camarones, y según yo, eso no estaba bien. Recuerdo que un marino me trató de convencer que podía haber jaibas y jaibos, pero no camarones y camarinas: no le creí. Esto tal vez lo haya soñado esa misma noche, pero de lo que sí me acuerdo es de haber regresado a casa agotado por el calor, por la emoción y porque el día me había parecido demasiado corto.

Ahora que le doy una vuelta a mis recuerdos, pasaron ya treinta años desde entonces, y nunca volvimos por la bufanda roja que tanto te había gustado.

Ese mismo día, o el siguiente, fuimos a dar una vuelta en helicóptero. Cómo lo lograste, a quién tuviste que convencer, nunca lo supe, pero recuerdo que sonreías cuando el piloto del helicóptero, uno de verdad, con galones dorados en las bocamangas del uniforme, me subió a la cabina, que era una burbuja de cristal. Sobrevolamos el mar, los muelles, y los manglares, que seguramente ahora ya han sido destruídos por el crecimiento del puerto y por nuestra irresponsabilidad suicida. Pasamos cerca de algunos pinos que crecían casi al filo del agua y recuerdo haber visto una solitaria pieza de artillería que apuntaba al mar abierto desde aquel pinar. Recuerdo que te pregunté porqué estaba ahí, y me dijiste que estaba ahí "para hacer pinole al enemigo si se acercaba". Reímos mucho, porque entonces dijiste que el enemigo era un tal masiosare, el fulano ése del himno nacional, que siempre estaba haciéndole maldades a los mexicanos.

Recuerdo – el verbo de este sueño es recordar – que reí mucho ese día, pero no sabría decir cual de todos los días en que te acompañé a pasear fué, pues siempre reía contigo. Ahora que me doy cuenta, me quedó un sabor extraño en la boca, un sabor dulce que nunca me llegó a empalagar, pero que todavía me falta definir con la precisión de un diccionario.

De lo que sí me acuerdo, es que cuando alguien mencionaba tu nombre, de inmediato saltaba a mi mente el verano, el color rojo o el naranja. Tal vez se me quedó fijo en la mente lo de la bufanda, por eso tu nombre desde ese día tiene algo que ver con el calor del verano, con el viento tibio acariciando mi cara cuando sacaba la cabeza y los brazos por la ventanilla del coche, cuando tomábamos aquella carretera llena de hoyancos que hoy está igual de maltratada. Tu nombre, además, tiene el sabor de un helado, comprado a escondidas solamente para mí, que siempre era de sabor diferente, pero que desde entonces no he vuelto a probar en ningún lado, y es que nadie ha inventado aún el sabor a complicidad inocente, de verano de hace treinta años del que me acuerdo con todo detalle.

Recuerdo una noche – pero seguramente fueron varias - en que el calor era intenso, y mejor salíamos a ver las estrellas a la terraza, pues la casa era un horno. En la oscuridad de la noche sin luna, las observábamos en silencio. Instantáneamente viene a mi el recuerdo del olor a mangos dulces, pues sacabas un par de ellos del refrigerador, para que los comiera en silencio, y mientras veíamos el cielo, el aroma suave a fruta nos envolvía calladamente. Algunas veces vimos pasar un aerolito: un rayita blanca en el telón de fondo, que duraba unos cuantos segundos. Otras veces nos acompañaban los ladridos de los perros de la casa, que se alborotaban por cualquier cosa, pero nunca nos alcanzó la madrugada, pues antes llegaba el cambio de la marea. Una leve brisa de mar soplaba tierra adentro, refrescando la casa, llenando sus rincones, y escuchábamos desde la costa la sirena larga y grave de un barco que abandonaba el puerto para cruzar el Golfo de México. Me decías que seguramente algunos pasajeros iniciaban un viaje largo, y yo los imaginaba casi entre sueños, agitando pañuelos blancos desde la barandilla.

Eso fue hace tiempo, pero lo recuerdo ahora mismo como si hubiera sido ayer.

Cuando esto termine – me repetía entre sueños – voy a comprarte una bufanda roja. Volvía a subir al helicóptero, a tener siete años, a montar una lancha, a contar los barcos en la dársena, como en aquel día que no recuerdo cuál fue, pero que fueron muchos.

Desperté al sentir unas insistentes palmaditas en la manga de la gabardina. Un médico se inclinaba a mi lado. Recordé que estaba en una sala de espera, en el pabellón de cuidados intensivos, y sentí un frío atroz. Amodorrado, pregunté "¿Ya?". El hombre asintió con un leve movimiento de cabeza. " Fue a las cinco y media, apenas hace unos minutos... no hubo dolor".

A lo lejos, escuché una sirena. Un barco partía y su única pasajera me agitaba un pañuelo blanco desde la barandilla, a manera de despedida.

Cuando esto termine - te lo prometo - voy a comprarte una bufanda roja.

martes, 18 de agosto de 2009

EL BLUES DEL AUTOBÚS




Pues sí, tengo tres semanas con el auto arruinado, y como por lo pronto no tengo dinero para que el mecánico le meta mano, decidí dejarlo a la sombra de un árbol (al auto, se entiende, el mecánico creo que está en su taller), y, de paso, disfrutar de las maravillas del transporte público de esta mezcla de Ciudad del Conocimiento, Chicago de Al Capone y reino de los Teletubbies en versión platanera en que se ha convertido la Sultana del Norte. Esto último lo digo sobre todo por Adalberto Madero, que es alcalde de una extraña ciudad: “Montedey”.

Como update, Monterrey acaba de cambiar de un alcalde gangoso a un alcalde que robó en uno de los lugares de los que los políticos se mantienen bien apartados: una biblioteca. A joderse.

Volviendo al tema, confieso que volví a ser peatón. Y, naturalmente, a estas alturas empiezo a tomarle un coraje horrible a las clases altas: estoy desarrollando algo que mi profe de metodología llama “conciencia de clase”, y ya hasta el poseedor de un volkswagen modelo 94 se ha convertido, ante mis ojos, en un maldito pequeño burgués, de esos que los soviéticos (Stalin no ha muerto: ¿ya vieron una foto reciente de Fernández Noroña?) confinaban a los gulags de Siberia.

Si sigo en esta espiral de decadencia, terminaré como militante perredista, o lo que es peor, como fanático de los Tigres.

Aprendí a evitar las horas pico, a perder la pena de buscar monedas de a cincuenta y veinte centavos en los bolsillos para completar el pasaje, a pedir cambio en monedas de a dos pesos en los Oxxos, y a dar de baja algunos hábitos arraigados, como dominar mi natural inclinación a proteger mi espacio vital: he ampliado mi conciencia para darle cabida a descubrimientos interesantes, por ejemplo, que cuatro personas pueden ocupar el mismo sitio al mismo tiempo sin conocerse, sin saludarse y, lo que es más raro, también sin desvestirse.

Dirán a estas alturas que qué carajos tengo. Que qué importa esto de subirse a un maldito camión. Que millones de mexicanos lo hacen. Que hay gente sin piernas y transitan por la vida en una Avalancha, de esas que regalaba Chabelo, digo, para irnos al extremo. O que hay cosas más importantes, como el calentamiento global, la posibilidad de que un negro se convierta en presidente de los Estados Unidos - como si importara: el tipo podrá ser esquimal, igual nos va a joder a nosotros y a los afganos - o el hecho terrible de que nadie, ni el Secretario de Hacienda, sepa como se va a pagar el IETU. Y tienen razón, pero como el calentamiento global no me lleva de mi oficina a mi casa, y viceversa, decididamente lo del camión me preocupa más.

Total, ya lo decía Napoleón (me refiero a Bonaparte, no a González Urrutia): “los hombres siempre atenderán sus intereses, más que a sus derechos”.

Aclarado el punto, volvamos al tema: por lo pronto superé etapas como la negación, esa angustiante sensación como de león perdido en el taller del taxidermista, para entrar a la más atroz del proceso, que es la aceptación.

Descubrí que en esta etapa se transita por algo que he definido como el Síndrome de Roberto Benigni, (Si, el tarado de Buongiorno principessa!) en el cual recurres a contarte mentiras piadosas para evadir tu propia miseria.

En mi caso, imagino que no voy en camión de ruta atestado, disfrutando el reggetón más selecto, sino que soy un rock star abordo una limusina brasileña con chofer y cuarenta de mis más adictos groupies, pensamiento que se reafirma sobre todo en horas pico, cuando las involuntarias pasteleadas son de rigor.

Y digo que son involuntarias porque, al igual que Ana Frank, estoy convencido que la gente es esencialmente buena.

Claro, mientras que no me vaya igual que a ella…

¡Salud y república!

lunes, 17 de agosto de 2009

TREN DE LARGO RECORRIDO

Subimos al vagón de Metro como todos los días, siempre a la misma hora para hacer el mismo recorrido. A veces, ella reconocía a algún pasajero: intercambiaban sonrisas, saludos breves, señales de reconocimiento, esas que se dan entre extraños cordiales.

La acompañé en silencio, como suelo hacerlo, hasta el portón de la escuela. Esperamos brevemente, pues a las cinco en punto salen los niños con sus libros y su gritería, rodeándome, perdiéndome un poco entre ellos, como entre un cardumen de peces dorados. Uno de ellos la toma siempre de la mano y caminamos los tres de vuelta a la estación, mientras el sol se escurre por las ramas de los árboles, entre la tristeza y el poniente.

En invierno, cuando oscurece temprano y las luces interiores del vagón tardan en encenderse algunos minutos, ella descansa la barbilla sobre su pecho, como si dumiera, pero en realidad se despide del mundo brevemente para acariciar con ternura el pelo del niño adormilado en su regazo. Entonces el tiempo parece detenerse, mientras ellos se arrullan con el continuo deslizar de las ruedas viajando sobre rieles. A veces, si forzo la vista un poco más, puedo verla llorar en silencio, como suelen hacerlo las mujeres fuertes.

Entonces me doy cuenta del paso de los meses, de los días, y me siento infinitamente triste por haberlos dejado solos, sin haber escrito una nota de despedida.

NIÑA VESTIDA DE MARIPOSA

NIÑA VESTIDA DE MARIPOSA

Hoy que abrí la ventana
pasó una niña disfrazada de mariposa
después de saber que se inició la guerra
ésta fue una buena noticia
me refiero a saber que no se entera
que todavía no sabe
eso que otros niños sobrellevan
de una manera,
que es odiando
o de otra,
que es muriendo.
Ustedes saben a qué me refiero.
No me vio,
ni al caso que lo hiciera.
Iba concentrada en hacer bien su papel
en el festival de la primavera
llevaba un leotardo negro
y alas verdes de gasa a la espalda
ignora que vive milagros pequeños:
(como la mano de su papá
llevándola tarde a la escuela)
y son un lujo caro
de los que ojalá nunca se dé cuenta.
Ahora que no cuenta el Hombre
(lo digo filosóficamente hablando)
ése que inventó la rueda
aquel que dominó el fuego
y que celebran al que miente
o respetan al que mata
necesito un milagro diario.
Aclaro: no soy creyente,
pero creo que a veces Alguien lo manda
les diré mi secreto:
Hoy que abrí la ventana...