lunes, 1 de diciembre de 2008

UNA CARTA DEL ZORRO






Estimado Amigo mío:

Por los mensajes y los bandos que se han dado a conocer, ya sabes cual será mi desdichada suerte. Si recuerdas nuestros años en el colegio de San Nicolás, ¡Hace tanto tiempo! en Valladolid, recordarás que nunca fui partidario de pedir falsas clemencias, de inclinar la cabeza. Siempre fui terco y testarudo. En esta ocasión, tan de sí extrema, no pienso variar mis convicciones. Nada de lo hecho por mí hasta ahora merece que pida clemencias o perdones ante la autoridad. Prefiero morir de pie, que vivir de rodillas.

Cuando ésta carta llegue a ti, yo hace tiempo que habré muerto. Te ruego no intentes contestarla, pues podría comprometerte inútilmente en algo en lo que nunca has creído. Como siempre, aunque no comprendo tu postura, respeto tu buen juicio y criterio.

Escribo esta carta porque, entre el chocolate y el pan dulce que conformaron mi última cena, y el amanecer en que hará de llevarse a cabo mi ejecución, me serena recordar nuestros diálogos y discusiones irreconciliables. Siendo los más grandes amigos, nunca compartimos nuestros destinos divergentes.

Ahora, tú has llegado hasta el Arzobispado. Tu sabiduría y buena voluntad te han deparado un destino promisorio y una vejez tranquila rodeado de lo que siempre amaste: tu biblioteca particular repleta y dispuesta. Yo te escribo desde el norte, y sabes que mi futuro se limita a unos pocos minutos.

Recuérdame de vez en cuando, pues temo que nadie lo hará de mañana en delante. Comparte mi última suerte con los pocos amigos que quedan entre nuestros condiscípulos y contemporáneos del Colegio o de la Curia, diles de mi parte que el Zorro les manda un cálido abrazo.

Te confesaré algo: he tenido el más extraño de los sueños. Ahora que estoy a punto de morir, he tenido tiempo de soñar. Soñé con esa libertad peligrosa de la que tanto nos pretenden cuidar. Soñé con muchos, con miles de hombres y mujeres fabricándose tiempos mejores diariamente, en este mismo suelo que hollamos hoy tu y yo. Soñé con hombres libres ejercitando la obligación de disentir, de respetar de quién disienten, y de ser ellos mismos respetados por sus criterios. Soñé con la autoridad como primer siervo del ciudadano, el cual es, en realidad, el máximo soberano de su patria y su propio destino.

¿Existirá alguna vez este mundo nuevo, incomprensible y caótico? ¿Lo llegarán a ver los hijos de este suelo?

Te pido disculpas por hacerte divagar tanto, tú tan propenso al la lógica y el orden establecido.

Pero, si hubieras estado en este sueño de patria, hubieras visto confines infinitos, horizontes múltiples e inalcanzables; aquí mismo, colándose entre los barrotes de mi celda, veo serranías indómitas y frías que me impresionan y avasallan. Allá me extasiaba con nuestras minas de entraña incesante, con nuestros sembradíos inacabables. Permíteme hacerte este mínimo recuento de lo que vi en mi último viaje, en mí cabalgar de leguas y leguas para terminar aquí, donde nadie me conoce y donde están los confines del territorio civilizado.

Finalmente permíteme decirte cuánto añoro ver surgir ese Anáhuac que citaban los cronistas antiguos cuando éramos estudiantes y del México que acuñaron los primeros que creyeron en nuestra diferencia, nuestra individualidad, nuestro propio pasado e inexorable futuro. Tal vez tú lo alcances a ver algún día y esto es lo único que te podría envidiar en realidad.

En fin, me permito la última rebeldía, ante Dios y la Corona, de negarme a sentir culpa alguna por creer firmemente en la libertad de esta tierra , por el derecho de los nuestros a ser felices, y de exigir ser iguales ante sus semejantes. Y de buscar su existencia como nación soberana en el concierto de las naciones orgullosas y responsables. De ser poseedores de nuestra historia particular, que se está escribiendo vertiginosamente.

Encomiendo a mi Dios, un Dios distinto al que le rezan los tiranos, mis últimos pensamientos, pues ya amanece y el día nuevo es mi señal de despedida. Los pasos del carcelero suenan por el pasillo y me apuro para que recibas un afectuoso abrazo de mi parte. No quiero que mis ejecutores crean que uso como excusa la redacción de este último mensaje para robarle a la justicia de los ruines unos breves minutos de vida.

Para los que creemos, sabemos que la eternidad es un punto de reunión para coincidir con los seres queridos. Allá esperaré tu llegada. Mientras, atestiguaré como nace nuestra Patria.

De lo que sigue, te diré una cosa: te juro que no tengo miedo.


Afectuosamente
Tu amigo,

Miguel Hidalgo y Costilla
Chihuahua, 30 de julio 1811

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