lunes, 1 de diciembre de 2008

UNA CHUSMA CON LOS PIES DESCALZOS






Más sobre el Factor Bisagra, o como la suerte y la estupidez humana pueden cambiar la Historia…

From this day to the ending of the world,
We in it shall be remembered,

We few, we happy few, we band of brothers;
For he to-day that sheds his blood with me
Shall be my brother…

(William Shakespeare / Henry V)

Durante la Guerra de los Cien Años, a algunos kilómetros del puerto de Calais, dos ejércitos enemigos acampan medio kilómetro uno del otro, para pasar la noche. Uno es francés, el otro inglés y el día siguiente combatirán a muerte. Entre ellos, se extiende un campo de trigo recién sembrado, que, obviamente, ese año no dará cosecha alguna.

El contingente bajo el mando de Charles d’Albret, Condestable de Francia, era numeroso: 20,000 soldados, de los cuales ocho mil eran caballeros. El resto del campamento estaba conformado por infantes armados con picas y ballestas.

Del otro lado, el rey de Inglaterra, Enrique V, supervisaba a sus soldados: apenas mil caballeros y cinco mil soldados de a pie. Habían incursionado por territorio francés saliendo desde la costa, pero viéndose acosados por fuerzas superiores, intentaron retirarse, pero el enemigo había cortado su ruta de escape.

El rey inglés sentía en la nuca el vaho helado de la muerte, sus hombres también: mientras que en el campamento francés mercaban las prostitutas, tocaban los músicos, fiaban aguardiente los tenderos y el bullicio era generalizado, los soldados ingleses afilaban sus armas, aceitaban albardas o cortaban las ramas de los abedules y los olmos para fabricar flechas, en silencio. Sufrían de disentería y hambre: estaban agobiados y la derrota tal vez fuera un mal menor, quizá el último que tuvieran que sufrir.

Harry paseó entre sus arqueros, que a pesar de los caballeros armados de pesadas armaduras y veloces corceles eran la auténtica y humilde elite de su ejército.

Los tenía en altísima estima pues podían lanzar, a poco menos de medio kilómetro, cuarenta mil flechas por minuto. Hasta la llegada de la artillería de Napoléon, en el siglo XIX, no existiría fuerza más mortífera contra la infantería que el arco largo galés, un arma primitiva y eficaz.

Uno de ellos lo reconoció:

“¡Honor al rey, que está presente!”

“¡Ho, Harry! Ho, Harry!” - el grito se extendió por el campamento y la noche.

El rey encaró al soldado que lo había reconocido.

“¿Cuál es tu nombre, arquero?” – demandó Harry

“¡Fuellen de Gales, sargento en armas de Su Majestad!”

“Te traje a morir lejos, Fuellen de Gales” dijo sin mucho ánimo el rey de Inglaterra.

El otro levantó una mirada endurecida: la del que no tiene nada que perder.

“Mejor morir con milord en Francia, que morir de hambre en Inglaterra…”

Harry se sorprendió ¿Morir de hambre en Inglaterra? ¿Qué sabía el rey de los ingleses sobre los padecimientos de sus súbditos? Nada. Por una vez, la mirada de Fuellen de Gales y el soberano coincidieron, igualados por la muerte cercana.

“Si mañana la victoria es nuestra, tú y tus hombres no volverán a conocer el hambre…” – el rey levantó la voz, intentando un gesto magnífico que tuvo efecto sobre sus hombres.

El grito “¡Harry!¡Harry!¡Harry!” se extendió por el campamento nuevamente.

Corrían los años de la Edad Media, y en la guerra, la suerte de los nobles definía la de su infantería, pero mientras que a los aristócratas derrotados, cuando eran afortunados, los protegía el código de la caballería y se les tomaba prisioneros para pedir rescate, al soldado común se le pasaba a cuchillo sin misericordia.

Esa noche, apenas había cerrado los ojos el rey inglés, para pedir por su alma y por una muerte rápida, cuando las puertas del cielo se abrieron y llovió toda la noche.

Al despertar, Harry descubrió que la pradera entre ambos ejércitos se había convertido en una ciénega. Y aunque no era cosa de echarse a brincar de gusto, también notó que el comandante francés se había precipitado: el campo de batalla era una franja larga y angosta, bordeada en ambos lados por bosques.

En esas condiciones, el enemigo desperdiciaba su superioridad numérica: la infantería no tendría espacio para maniobrar.

El Condestable de Francia pensaba igual respecto al terreno anegado: era poco favorable para la caballería.

Esperemos - dijo a los nobles que lo acompañaban - a que el suelo recupere su firmeza. Lo rodeaban el duque de Alencon, de Borgoña, de Rohan y Orleáns. Estaban ahí los condes de Armañac y Borbón, ambos acérrimos rivales y aspirantes a la corona francesa, y también el no menos influyente duque de Brabante.
Este último se burló.

“¿Su señoría el Condestable le teme a una chusma con los pies descalzos?”

El resto de los caballeros, que de aristócratas tenían lo que tenían de necios, se unieron a la burla. Alguien acusó a d’Albret de quererles “escamotear la gloria que les correspondía”. El Condestable, estúpidamente, cedió. Ataquemos, pues, dijo flemáticamente.

En el campamento inglés, el rey entendió que su única posibilidad de salvación suponía aguantar las oleadas de caballería e infantería: se clavaron al suelo filosas estacas para proteger de las cargas de caballería a los arqueros. Estos fueron dispuestos formando una media luna que iba de un extremo a otro del angosto terreno. Los protegerían alabarderos y picadores, que con sus pértigas puntiagudas de cuatro metros de largo, protegerían a los arqueros como última defensa. Harry apostó su reino y su vida los arqueros: que los arcos largos de Gales honraran su fama.

El rey se formó entre ellos, en la línea del centro, lo acompañaba un pequeño destacamento de caballeros, por una razón obvia: cuando el rey se digna a morir a tu lado, acobardarse es impensable.

A sus flancos, quedaban la caballería del conde de Gloucester y la del duque de Oxford, con órdenes estrictas de esperar.

Los ejércitos quedaron frente a frente. Uno no podía atacar. El otro dudaba.

El Condestable, no encontrando mejor alternativa, ordenó avanzar a galope.

Como lo había temido, lo hicieron a cámara lenta. Con el peso de los jinetes y sus armaduras, los caballos se hundían en el cieno, incapaces de acelerar. Harry tomó la iniciativa. Shakespeare dice que en esos momentos, el rey pronunció un rezo desesperado: “Señor de los ejércitos, endurece el corazón de mis soldados…” y 40,000 flechas por minuto cayeron sobre la caballería francesa, atravesando armaduras, pero sobre todo, hiriendo mortalmente a los corceles, que rodaron sobre el campo enlodado, quedando sus caballeros con la cara al cielo, moviendo piernas y brazos, como escarabajos gigantes, incapaces de ponerse de pie por el peso de sus armaduras.

El Condestable de Francia, viendo el desastre, dirigió personalmente el segundo ataque. Ordenó que los caballeros fueran precedidos por la infantería, y se lanzó al asalto. En su yelmo rebotaron las flechas, en su escudo se incrustaron otras más, pero frente a la primera línea inglesa, su caballo se acobardó, frenando súbitamente y proyectándolo hacia la línea de estacas afiladas. El ataque perdió ímpetu y en quince minutos, la suerte de la batalla estuvo echada. Las crónicas de la época relatan que las oleadas sucesivas chocaron con los cadáveres apilados de bestias y hombres, que la lluvia de flechas no cesaba.

Al mediodía, Enrique de Lancaster dio por terminada la lucha.

Algunos historiadores, especialmente los ingleses, explican la muerte de los caballeros franceses prisioneros de distintas maneras. Casi al finalizar la batalla, el rey manda llamar a Fuellen de Gales. Empeñó su palabra, no lo olvida: No volverás a tener hambre.

Y permite – ordena - que él y sus arqueros vencedores arrasen el campamento francés, que tomen sus pertenencias, que asesinen a los cautivos. Sus caballeros respingan. ¡Eso es contrario a las leyes de la caballería! protesta el duque de Gloucester. El rey apunta a su infantería. Ellos no son caballeros. Son el cuerpo de arqueros del rey.

Está conciente de su falta. Es más, teme al juicio que harán sus pares, Dios y tal vez hasta la Historia, pero de eso se ocupará después.

Ahora, debe atender labores protocolarias: en su tienda de campaña lo espera el heraldo, el Conde de Montjoie. El heraldo es francés, y es también una institución que está por morir, pues pertenece a la época que acaba de desaparecer, la de los caballeros de armadura montados.

Se trata de un árbitro imparcial, encargado de hacer observar las reglas de la caballería. Como tal, no le es ajena la masacre que se acaba de hacer con los prisioneros, pero no puede hacer nada al respecto.

Saluda al inglés, que quiere acabar con la ceremonia tan pronto como pueda, para largarse de regreso a Calais y la seguridad.

“Montjoie. ¿Cuál es el resultado de la batalla?”

“Victoria inglesa, Sire”

“Ese castillo que está sobre la colina… ¿cómo se llama?”

“Castillo de Agincourt, Milord”

“¿Y su dueño?”

Montjoie apunta al cadáver de un prisionero recién asesinado por el sargento de armas.

Enrique se estremece, pero él es el vencedor y se puede dar el lujo de ser arrogante.

“Pues quede para la historia. En la batalla de Agincourt, los bravos ingleses, inferiores en número, vencimos a la flor y nata de la realiza francesa. Puede marcharse…”

En las ciudades que recién aparecían en las encrucijadas de las rutas comerciales de Europa apareció un hombre nuevo: el pequeño burgués, el hombre libre, par de aquellos infantes bajo el mando directo de Fuellen de Gales, que probaban que la habilidad personal – así fuera para tensar la cuerda de un arco, cardar la lana o fijar el precio de la mantequilla - igualaba a los hombres no solo en el campo de batalla, sino en cualquier campo de la experiencia humana.

Así terminó la Edad Media, en un campo de batalla enlodado, donde la supuesta superioridad de la aristocracia francesa fue diezmada por una chusma con los pies descalzos, y no solo eso, de paso también moría el feudalismo y el mercantilismo, abuelo por derecho propio del sistema de libre mercado, tomo por asalto Europa occidental.

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