lunes, 22 de octubre de 2012

Ascensores






Boris no recuerda desde hace cuántos años está acurrucado en la esquina del ascensor de aquel rascacielos.

Su ruta diaria está anclada a un recorrido vertical que inicia en el lobby, en el nivel uno, hasta el observatorio, en el piso 106. Recorre trescientos setenta metros en solo unos minutos de subida y otros tantos en el viaje de regreso.

El panorama ha sido devorado por la rutina y si alguna vez la vista ilimitada de los cuatro puntos cardinales de la ciudad  y una buena parte de la ribera del lago lo emocionaron, ya era agua pasada.

Llegó a sentir una completa indiferencia por los turistas que abordaban el elevador todos los días para visitar el mirador y disfrutar el paisaje. Subían un rato y minutos después la pequeña cabina los depositaba de nuevo en el primer nivel, donde se perdían para siempre entre las baldosas de mármol blanco y el aire acondicionado. Salían a la calle con sus cámaras fotográficas llenas de imágenes.

Los días en que hay visitas programadas, un guía sube hatos de hasta cuarenta personas. Enfundado en un impecable traje oscuro, destaca con elegancia discreta entre hombres y mujeres, que en verano llegan con bermudas de colores y patas de gallo ofensivas y en invierno se presentan envueltos en capas sucesivas de ropa, como matrushkas, en combinaciones atroces, moqueando, tiritando a veces, sosteniendo un folleto y preparando teléfonos móviles y cámaras. Tan pronto se cierran las puertas del elevador, el guía empieza dándoles la bienvenida  y con una sonrisa obligatoria, los inunda con datos importantes: alturas, fechas, pesos.

Boris se mantiene en su esquina, se imagina como un boxeador tozudo sosteniendo una defensa cerrada. Escruta los rostros de la gente. Pronto aprendió a analizarlos con precisión y frialdad, como un taxidermista diseca una liebre.

Reconoce a los que defraudan, a los que traicionan, a  los que aman y a los que se niegan a a hacerlo. A veces lo único que lo sorprende es la mirada secretamente satisfecha de quién ha salvado una vida sin jactarse: lo enternece el fulgor inapagable que permanece al fondo de sus ojos. También estuvo codo a codo con un asesino sin capturar, pero su gran constante está en la mirada de los niños, un sitio donde se siente abrumado por una inexplicable tristeza, como de puente sin terminar.

Cuando están por abrirse las puertas del elevador en la terraza acristalada del piso 106, el guía remata con algunas anécdotas que arrancan risas, aplausos o suspiros, como cuando una mujer dio a luz en pleno elevador, o cuando una joven pareja se juró amor eterno, antes de partir ambos a la guerra, o como cuando el viento enloqueció súbitamente y la violenta oscilación de la torre arrojó a varios visitantes al piso. O como cuando hacía diez años, la terraza se cerró después de que un indigente saltara al vacío.

Boris mira hacia el lago: parece una lámina de aluminio infinito y siente la melancolía sólida que solo tienen las tardes de domingo.

Y es que, coño, él no había saltado. Lo empujaron.













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