“Mañana en la batalla piensa en mí,
y caiga tu espada sin filo.
Mañana en la batalla piensa en mí, cuando fui
mortal,
y caiga herrumbosa tu lanza…”
(William Shakespeare, Ricardo III)
-Valeriano, Valeriano. ¡Despiértese ya,
cabrón!
Valeriano abrió los ojos. Como siempre,
le costó recordar dónde estaba. El velo del sueño se levantó y por medio minuto
disfrutó de la cascada de luz que entraba por la ventana: los rayos de sol caían
en tiras gruesas, oblicuas. Era el tipo de mañana en la que te gustaría
despertar todos los días y que siempre fuera el primer lunes de una semana de
vacaciones.
Si los rayos del sol hicieran ruido al
precipitarse por mi ventana, pensó, ah, qué escándalo harían…
-Ya, Valeriano, no seas huevón y
despiértate...
Pero Valeriano ya estaba despierto,
carajo, ¿Qué no veían?
Bueno, pues, ya estoy despierto – dijo-
y ya que me despertaron, nomás díganme que quieren tan temprano. Y luego le
bullen, porque no quiero que asusten a mi nieto.
En el sillón frente a su cama estaba
los de siempre: Cipriano Cienfuegos, Juan Santos y Paulino Silvestre, estos dos
sentados, mientras Cipriano permanecía de pie, flaco y alto, parado junto al
bote de basura, depositando ahí la ceniza de su cigarro, evitando que ensuciara el piso.
-Aquí no se fuma Chano, ya lo sabes.
Cipriano se rió.
-Ah que Valeriano. Siempre fuiste
ocurrente: ¡Pos si es ceniza de a mentiritas!
¡Es cigarro es de a mentiritas! ¡Y nosotros
también somos de a mentiritas!
-Como si no supieras – dijo
lacónicamente Paulino Silvestre, que era gordo, chaparro y de pocas palabras.
-Hasta pareces nuevo – dijo
festivamente Juan Santos, el bromista del grupo. Era bigotón y de ojos
brillantes, no le faltaba un solo cabello, ni le había brotado aún una cana.
Valeriano se colocó la almohada a la
altura de los riñones, para apoyarse contra la cabecera. Tenía las piernas
inertes, así que ni las intentó mover. Se quedó viendo a los tres.
-¿Ora? ¿Qué se les ofrece? - preguntó
Nada. Lo de siempre – dijo Chano
Cienfuegos, que era el portavoz del grupo.
Era el que siempre decidía por todos, el
que tenía la última palabra. El organizador nato.
-´Pos que te estamos esperando,
Valeriano, vente con nosotros ¿Qué haces
aquí? ¿No te aburres?
-¡No, que me voy a aburrir! Aquí vivo,
mi hija me cuida, mi yerno me quiere, mi nieto y yo jugamos todas las tardes
ajedrez cuando regresa de la escuela. Reviso su tarea y repasamos la lección
del día siguiente cuando su padre está de viaje.
-Ay Valeriano, nunca sales de este
cuarto. Te la pasas aquí, oyendo pasar los coches, dizque viendo un jirón de
cielo, dizque mirando siempre el tronco del mismo árbol.
¿No te fastidias? ¡Vente con nosotros,
hombre! Déjate de sonseras.
-Aparte somos tres. Eres mi pareja en
el dominó y estos méndigos me dejan siempre afuera. Quesque tú ya vienes. Que me espere. Así nos tienes: dilatados
desde hace rato – habló lastimeramente Juan Santos, que era un jugador
empedernido de dominó. Y con eso sí que no bromeaba nunca.
Valeriano se distrajo con el paso de una
nube. De momento, los rayos se interrumpieron.
Una nube alta y algodonosa hizo sombra.
Sin voltear a verlos, negó con la cabeza.
-Hoy no. Todavía no. Otro día, otro día
en que de plano esté cansado, o, cuando de plano sienta que soy una carga para
la familia, entonces les hablo a que vengan a recogerme. Todavía no es ese día.
Es que aquí estoy a gusto, pensó, y no
sé si morirse también sea igual de placentero. Tengo esa duda. Me queda esa
única cosa sin definir. No sé.
Chano apagó su cigarro en la cubierta
de una cómoda llena de pomadas, ungüentos y medicinas donde se había acodado.
Predominaba el olor a yodo.
-Morirse, Valeriano, es morirse. Punto. Nada más. Pero tiene su lado bueno:
cuando mueres, tus amigos tienen la edad que tenían cuando más los quisiste. A ti te ven como quieres que te vean: en tu
mejor año, en tu día más glorioso, cuando bailaste más horas, cuando viajaste
más lejos, cuando amaste más, cuando besaste más, cuando eras más joven o
cuando eras más sabio – o menos pendejo, si quieres – cuando tuviste más
centavos en el bolsillo o simplemente cuando fuiste más feliz. Las mujeres que
amaste tendrán la cara y el cuerpo tan deseables como el día en que te hicieron
caso. Todas las cosas - así de sencillo - son tan buenas como en tus recuerdos,
como nunca lo fueron en realidad. Ese es el premio de los que ya nos fuimos.
Déjate de boberías, anda, vente con nosotros, te estamos esperando...
Juan Santos suspiró: Para nosotros,
morirse es jugar dominó hasta la noche, beber cerveza helada hasta hartarnos y
escuchar la música que nos gusta a la sombra, con la brisa en la cara. Y el día
siguiente, volvemos a hacerlo todo de nuevo. Sin aburrirnos, sin cansarnos.
-Entonces Dios existe, suspiró
Valeriano, existe en serio. Y nosotros que tanto nos burlábamos de eso.
Paulino Silvestre protestó: Carajo.
Mierda. Aquí nosotros te venimos a hablar de jugar dominó todo el día y beber
cerveza y platicar de lo que siempre nos ha gustado desde el mediodía hasta la
noche, y tú metes a Dios en esto. ¿Qué, dime, tiene que ver una cosa con la
otra? Los aquí presentes podemos decir sin temor a equivocarnos que Ese le dio
cuerda al mundo hace mucho tiempo, lo dejó a la buena (o a la mala, de eso no
habría duda), y después se largó a inventar a los marcianos, o ve tú a saber
qué, y resulta que ahora te preocupa. Valeriano: vete decidiendo, porque ya
tenemos un rato esperando. ¿Vienes o no?
Valeriano miró hacia el cielo. Allá,
muy, muy arriba, la línea plateada de un jet trazaba una estela blanca de
condensación. Siempre había querido saber qué se sentía volar tan alto, pero a
su edad - y en su estado - ya era muy tarde. Tampoco podría conseguir una
licencia para manejar un automóvil, como el de su hija, o el de su yerno. Siempre
fue de infantería. De a pie.
¡Y con las noticias que había ahora
todos los días!
Un día – ya no recuerda si fue ayer o
hace diez años - su nieto llegó con una noticia increíble:
“Abuelo, abuelo, ¡Ya no existe la Unión
Soviética!”
Esa tarde se la pasaron redibujando un
mapa de Europa. Países nuevos nacían, otros eran borrados. Algunos volvían a
existir tras décadas de vivir solo en el recuerdo de sus exiliados.
Con autoridad de viejo, le decía donde
estaba otra vez Estonia o Serbia. Borraba la sinuosa línea que dividía las dos Alemanias.
Colocaba una fina división entre la República Checa y Eslovaquia.
-Yo estuve aquí, decía con memoria de
elefante. Y aquí. Y un poco por acá.
Después de tantos años, había seguido
con una taza de café y un mapa casi todas las guerras del mundo. Todas esas fronteras
que un cordón de soldados recorrían para aquí o para allá. Sí, carajo, hablemos
de Dios y su presencia en todos lados. Con tanto cañonazo debe estar aturdido.
O sordo. O muy cansado.
La luz de la ventana parecía comerse las
siluetas neblinosas de sus amigos, que se iban desdibujando. Motas de polvo
cabalgaban con pereza los rayos oblicuos. Como ayer. Y antes de ayer. Y quién
sabe hasta cuánto tiempo atrás, porque podía acordarse de algo que pasó hace
mucho, pero la memoria le jugaba bromas con lo que había pasado hacía unos
días.
-¿Vienes…?
La pregunta se deshebró en el aire.
Valeriano se quedó solo.
Entonces sintió que el pecho le ardía
demasiado: como si le estrujaran el corazón con violencia. Sentía dolor, pero también
reía con la alegría rabiosa del animal recién liberado. Le importó bien poco que el pantalón de la
pijama se mancharan de un líquido oscuro y viscoso.
Los rayos parecían brillar como lumbre.
Como nunca.
El ruido de las fichas de dominó
chocando sobre la mesa lo estremecieron como un mazazo.
Era el ruido de fondo más amable del
mundo. Uno que tenía mucho de no escuchar. El chasquido de una botella al ser
destapada y el retintín metálico que hizo la corcho lata al caer al suelo le erizaron
el cortísimo pelo de la nuca. De asomarse a un espejo, hubiera descubierto a un
viejo que sonreía.
Juan Santos apenas se levantó el ala
del sombrero como saludo. Estaba ocupado con sus fichas, que parecían brincar
de la mesa.
-Pinche Valeriano, llegas tarde: anda,
jálate una silla.
-Morirse, Valeriano, es morirse. Punto. Nada más. Pero tiene su lado bueno: cuando mueres, tus amigos tienen la edad que tenían cuando más los quisiste. A ti te ven como quieres que te vean: en tu mejor año, en tu día más glorioso, cuando bailaste más horas, cuando viajaste más lejos, cuando amaste más, cuando besaste más, cuando eras más joven o cuando eras más sabio – o menos pendejo, si quieres – cuando tuviste más centavos en el bolsillo o simplemente cuando fuiste más feliz. Las mujeres que amaste tendrán la cara y el cuerpo tan deseables como el día en que te hicieron caso. Todas las cosas - así de sencillo - son tan buenas como en tus recuerdos, como nunca lo fueron en realidad. Ese es el premio de los que ya nos fuimos. Déjate de boberías, anda, vente con nosotros, te estamos esperando...
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