
"Más vale morir de pie, que vivir de rodillas..."
- Miguel Hidalgo
(Septiembre de 1810)
Firmaste la carta y leíste otra vez la última frase. Sí, era un buen remate para una carta, Miguel, pero los gritos - esos gritos insoportables - no te dejaban en paz. Todos ellos estallaban dentro de tu cabeza. Todos eran de dolor y de guerra, de muerte.
Afuera del improvisado despacho desde donde escribías tu correspondencia, ardía ferozmente Guanajuato. Cerca, en la Alhóndiga de Granaditas, todos los españoles de la ciudad que se habían atrincherado allí habían sido pasados a cuchillo sin miramientos: hombres, mujeres, niños. Todos. Paradójicamente, el intendente Antonio Riaño, el líder de la resistencia española, había sido buen amigo tuyo.
Muérete de vergüenza, Miguel, con artimañas le habías pedido prestados a Riaño varios tomos de su magnífica "Enciclopedia" - la edición francesa de Denis Diderot- para aprender cómo fundir bronce y hacer cañones, como reparar mosquetes, como fabricar armas: indirectamente llevabas en las manos la sangre de un buen amigo.
Tu escasa artillería, dirigida por Mariano Jiménez con algo de habilidad y mucha suerte, escupió metralla y balas sólidas de fierro toda la mañana hasta que la Alhóndiga y los barrios circundantes eran solo ruinas humeantes.
Para entonces, ya había surcos de sudor y lágrimas de arrepentimiento en tu rostro cubierto por el polvo generado por tanta demolición. Ignacio Allende, el verdadero líder militar de la revuelta, te encontró repartiendo extremas unciones y pidiendo perdones aquí y allá.
Lo viste enorme, montado en su caballo negro como la guerra, traía el sable aún desenvainado, sus pantalones blancos de capitán de dragones tenían manchas color óxido de la sangre seca y lumbre en los ojos.
Te miró con algo parecido al desprecio, "Va a haber muchos muertos, Miguel" te había advertido hacía tiempo ya. Tú no escuchaste.
Creías cándidamente que la turba desorganizada que comandabas sería suficiente para lograr que las plazas del Bajío se rindieran ante tu ejército, una a una, sin un solo tiro, sin un solo muerto. Bueno deseos. Amargos despertares. Allende tenía razón, la tuvo siempre.
Y es que, aunque te pesara, Ignacio José Allende era un héroe nato: valeroso y enamorador, inteligente, buen táctico, estratega natural, inmune a todas las heridas aún cuando estuvo siempre en lo grueso del combate.
Allende te reprochó mil cosas. Era un soldado: los muertos le tenía sin cuidado. No era un desalmado, era un -excusando el término- un realista.
Algunos meses después de que escribiste aquella carta, convertiste esa frase en un grito de guerra.
"Más vale morir de pie, que vivir de rodillas".
Eso se lo repetías a los indios y los desamparados que te seguían como una plaga bíblica, sin mayor afán que la rapiña del que no tiene que perder.
- Miguel Hidalgo
(Septiembre de 1810)
Firmaste la carta y leíste otra vez la última frase. Sí, era un buen remate para una carta, Miguel, pero los gritos - esos gritos insoportables - no te dejaban en paz. Todos ellos estallaban dentro de tu cabeza. Todos eran de dolor y de guerra, de muerte.
Afuera del improvisado despacho desde donde escribías tu correspondencia, ardía ferozmente Guanajuato. Cerca, en la Alhóndiga de Granaditas, todos los españoles de la ciudad que se habían atrincherado allí habían sido pasados a cuchillo sin miramientos: hombres, mujeres, niños. Todos. Paradójicamente, el intendente Antonio Riaño, el líder de la resistencia española, había sido buen amigo tuyo.
Muérete de vergüenza, Miguel, con artimañas le habías pedido prestados a Riaño varios tomos de su magnífica "Enciclopedia" - la edición francesa de Denis Diderot- para aprender cómo fundir bronce y hacer cañones, como reparar mosquetes, como fabricar armas: indirectamente llevabas en las manos la sangre de un buen amigo.
Tu escasa artillería, dirigida por Mariano Jiménez con algo de habilidad y mucha suerte, escupió metralla y balas sólidas de fierro toda la mañana hasta que la Alhóndiga y los barrios circundantes eran solo ruinas humeantes.
Para entonces, ya había surcos de sudor y lágrimas de arrepentimiento en tu rostro cubierto por el polvo generado por tanta demolición. Ignacio Allende, el verdadero líder militar de la revuelta, te encontró repartiendo extremas unciones y pidiendo perdones aquí y allá.
Lo viste enorme, montado en su caballo negro como la guerra, traía el sable aún desenvainado, sus pantalones blancos de capitán de dragones tenían manchas color óxido de la sangre seca y lumbre en los ojos.
Te miró con algo parecido al desprecio, "Va a haber muchos muertos, Miguel" te había advertido hacía tiempo ya. Tú no escuchaste.
Creías cándidamente que la turba desorganizada que comandabas sería suficiente para lograr que las plazas del Bajío se rindieran ante tu ejército, una a una, sin un solo tiro, sin un solo muerto. Bueno deseos. Amargos despertares. Allende tenía razón, la tuvo siempre.
Y es que, aunque te pesara, Ignacio José Allende era un héroe nato: valeroso y enamorador, inteligente, buen táctico, estratega natural, inmune a todas las heridas aún cuando estuvo siempre en lo grueso del combate.
Allende te reprochó mil cosas. Era un soldado: los muertos le tenía sin cuidado. No era un desalmado, era un -excusando el término- un realista.
Algunos meses después de que escribiste aquella carta, convertiste esa frase en un grito de guerra.
"Más vale morir de pie, que vivir de rodillas".
Eso se lo repetías a los indios y los desamparados que te seguían como una plaga bíblica, sin mayor afán que la rapiña del que no tiene que perder.
Caían en combate como insectos, pues sus armas eran las mismas piedras del campo de batalla, los cayados del pastor o sus instrumentos de trabajo. Y esa conciencia tuya, Miguel, te era tan leal que no te dejó nunca, obligándote a ver a los moribundos, a los lisiados de tu guerra.
A Ignacio Aldama, el "abogado insurgente" le dijiste en secreto que ninguna independencia valía todo aquello. Pero ya no podías hacer nada al respecto, lo sabías.
Terribles errores provoca en el líder militar el sentimiento a flor de piel. Quién manda un ejército debe calcular un número de muertos y aceptarlo, por eso la guerra es uno de los caballos del Apocalipsis, pero tú eras un libertador que amaba la vida demasiado.
Así, a pesar de que la ciudad de México había perdido todas sus defensas tras la rotunda y casi definitiva victoria que obtuviste en la batalla del Monte de las Cruces, te negaste a tomar la capital de la Nueva España por asalto.
El ejército español que la defendía había sido arrollado por tus soldados improvisados, el estupor del gobierno virreinal era absoluto y las fuerzas españolas disponibles quedaban dispersas y lejanas.
Inexplicablemente, decidiste retroceder hasta Querétaro, pero tampoco quisiste tomar esa ciudad. Cuando alguno de tus soldados exclamaba, excitado, aquellas palabras triunfales de Guanajuato -"Aún quedan muchas Alhóndigas por incendiar"- te estremecías, preferías escapar.
Los fantasmas de los asesinados hijos del intendente Riaño te quitarían el sueño para siempre. Allende nunca te perdonó eso, y simplemente en las juntas del Estado Mayor Insurgente te llamaba cobarde y miserable. Los líderes de esa accidental guerra de Independencia que empezó con vivas al rey de España, ya eran agua y aceite.
Autonombrándote Generalísimo, ordenaste varias retiradas a tu ejército victorioso, que se desmoralizó, enflaqueció por la deserción, perdió el respeto del enemigo y terminó perdiendo en todos lados.
Tú sabías que la amalgama de ese ejército era el odio. Una nación, como a un hijo al que se le espera con ansia, no puede nacer del odio. Eso pensaste tú, Miguel. Decidiste esperar. No sabías qué, pero decidiste esperar. No te diste cuenta que un ejército que huye está condenado a la derrota.
Los españoles se reorganizaron. El mando de los ejércitos realistas - que estaba formado por nativos de estas tierras, por lo que nuestra guerra de Independencia tiene mucho de guerra civil - le fue entregado al feroz general Félix María Calleja, "Culo de Fierro", y el resto del cuento es del domino público.
Te venció en Puente Calderón y también en Aculco. Eran batallas a las que Allende se oponía: no se debían comprometer los indisciplinados ejércitos insurgentes. Supo que la gran oportunidad se había perdido en el Monte de las Cruces.
Tu formación de clérigo te permitía buscar un perdón, pero su formación como militar le impedía aceptar la derrota como camino de redención.
La ruptura entre ambos y tu falta de decisión a las puertas de la ciudad de México significó el alargamiento de nuestra guerra de independencia por diez larguísimos años más: eres el gran humanista de nuestras guerras, porque trataste de evitar el sufrimiento de tu nación, olvidando que los partos son dolorosos.
Leales a pesar de todo – a pesar de ti mismo - los insurgentes de 1810 cayeron contigo: Aldama, Allende, Jiménez...
Última paradoja, Miguel, rápido, ahora que ya viene por ti el pelotón de fusilamiento.
Los tribunales eclesiástico y militar se quisieron vengar de tí, sin lograrlo: por órdenes directas del virrey, fuiste condenado a ser fusilado atado en una silla de madera.
"Más vale morir de pié que vivir de rodillas..."
A Ignacio Aldama, el "abogado insurgente" le dijiste en secreto que ninguna independencia valía todo aquello. Pero ya no podías hacer nada al respecto, lo sabías.
Terribles errores provoca en el líder militar el sentimiento a flor de piel. Quién manda un ejército debe calcular un número de muertos y aceptarlo, por eso la guerra es uno de los caballos del Apocalipsis, pero tú eras un libertador que amaba la vida demasiado.
Así, a pesar de que la ciudad de México había perdido todas sus defensas tras la rotunda y casi definitiva victoria que obtuviste en la batalla del Monte de las Cruces, te negaste a tomar la capital de la Nueva España por asalto.
El ejército español que la defendía había sido arrollado por tus soldados improvisados, el estupor del gobierno virreinal era absoluto y las fuerzas españolas disponibles quedaban dispersas y lejanas.
Inexplicablemente, decidiste retroceder hasta Querétaro, pero tampoco quisiste tomar esa ciudad. Cuando alguno de tus soldados exclamaba, excitado, aquellas palabras triunfales de Guanajuato -"Aún quedan muchas Alhóndigas por incendiar"- te estremecías, preferías escapar.
Los fantasmas de los asesinados hijos del intendente Riaño te quitarían el sueño para siempre. Allende nunca te perdonó eso, y simplemente en las juntas del Estado Mayor Insurgente te llamaba cobarde y miserable. Los líderes de esa accidental guerra de Independencia que empezó con vivas al rey de España, ya eran agua y aceite.
Autonombrándote Generalísimo, ordenaste varias retiradas a tu ejército victorioso, que se desmoralizó, enflaqueció por la deserción, perdió el respeto del enemigo y terminó perdiendo en todos lados.
Tú sabías que la amalgama de ese ejército era el odio. Una nación, como a un hijo al que se le espera con ansia, no puede nacer del odio. Eso pensaste tú, Miguel. Decidiste esperar. No sabías qué, pero decidiste esperar. No te diste cuenta que un ejército que huye está condenado a la derrota.
Los españoles se reorganizaron. El mando de los ejércitos realistas - que estaba formado por nativos de estas tierras, por lo que nuestra guerra de Independencia tiene mucho de guerra civil - le fue entregado al feroz general Félix María Calleja, "Culo de Fierro", y el resto del cuento es del domino público.
Te venció en Puente Calderón y también en Aculco. Eran batallas a las que Allende se oponía: no se debían comprometer los indisciplinados ejércitos insurgentes. Supo que la gran oportunidad se había perdido en el Monte de las Cruces.
Tu formación de clérigo te permitía buscar un perdón, pero su formación como militar le impedía aceptar la derrota como camino de redención.
La ruptura entre ambos y tu falta de decisión a las puertas de la ciudad de México significó el alargamiento de nuestra guerra de independencia por diez larguísimos años más: eres el gran humanista de nuestras guerras, porque trataste de evitar el sufrimiento de tu nación, olvidando que los partos son dolorosos.
Leales a pesar de todo – a pesar de ti mismo - los insurgentes de 1810 cayeron contigo: Aldama, Allende, Jiménez...
Última paradoja, Miguel, rápido, ahora que ya viene por ti el pelotón de fusilamiento.
Los tribunales eclesiástico y militar se quisieron vengar de tí, sin lograrlo: por órdenes directas del virrey, fuiste condenado a ser fusilado atado en una silla de madera.
"Más vale morir de pié que vivir de rodillas..."
No hay comentarios:
Publicar un comentario