sábado, 5 de septiembre de 2009

Bufanda Roja




En memoria,
SCR
(1928-2006)


Cuando esto termine, voy a comprarte una bufanda roja.
Una como la que alguna vez, hace muchos años, vimos en el aparador de una tienda del centro. Era julio, y decidiste no comprarla, pues ya no era temporada de llevar bufandas.

Yo tenía siete años, lo recuerdo como si fuera ayer: bajamos al puerto y visitamos los muelles, fuiste señalando cada barco anclado en la dársena. Leíamos sus nombres sobre los cascos inmóviles y las banderas desplegadas por el viento apacible del Golfo. Cuando no conocíamos los países correspondientes a cada bandera, inventábamos países y banderas, y terminabas convenciéndome que la geografía era sumamente importante: "Imagínate que estás en un país y no sabes como se llama – me preguntabas - ¿Pues entonces cómo le haces?".

Cuando llegó el verano siguiente y fui a visitarte, pude adivinar todas las nacionalidades de los navíos del puerto, y me sentí muy contento, pues ya había solucionado un problema que se me había metido en la cabeza desde mi visita anterior. Ahora que puedo viajar solo, si me pierdo en un país lejano, al menos puedo presumirte que sé como se llama.

Después de ver los barcos, dimos una vuelta en lancha, hasta un restaurante que, según creo, estaba en medio de alguna bahía. Te daba risa que yo me pasara un buen rato buscando camarinas entre mi orden de mariscos, pues solo había camarones, y según yo, eso no estaba bien. Recuerdo que un marino me trató de convencer que podía haber jaibas y jaibos, pero no camarones y camarinas: no le creí. Esto tal vez lo haya soñado esa misma noche, pero de lo que sí me acuerdo es de haber regresado a casa agotado por el calor, por la emoción y porque el día me había parecido demasiado corto.

Ahora que le doy una vuelta a mis recuerdos, pasaron ya treinta años desde entonces, y nunca volvimos por la bufanda roja que tanto te había gustado.

Ese mismo día, o el siguiente, fuimos a dar una vuelta en helicóptero. Cómo lo lograste, a quién tuviste que convencer, nunca lo supe, pero recuerdo que sonreías cuando el piloto del helicóptero, uno de verdad, con galones dorados en las bocamangas del uniforme, me subió a la cabina, que era una burbuja de cristal. Sobrevolamos el mar, los muelles, y los manglares, que seguramente ahora ya han sido destruídos por el crecimiento del puerto y por nuestra irresponsabilidad suicida. Pasamos cerca de algunos pinos que crecían casi al filo del agua y recuerdo haber visto una solitaria pieza de artillería que apuntaba al mar abierto desde aquel pinar. Recuerdo que te pregunté porqué estaba ahí, y me dijiste que estaba ahí "para hacer pinole al enemigo si se acercaba". Reímos mucho, porque entonces dijiste que el enemigo era un tal masiosare, el fulano ése del himno nacional, que siempre estaba haciéndole maldades a los mexicanos.

Recuerdo – el verbo de este sueño es recordar – que reí mucho ese día, pero no sabría decir cual de todos los días en que te acompañé a pasear fué, pues siempre reía contigo. Ahora que me doy cuenta, me quedó un sabor extraño en la boca, un sabor dulce que nunca me llegó a empalagar, pero que todavía me falta definir con la precisión de un diccionario.

De lo que sí me acuerdo, es que cuando alguien mencionaba tu nombre, de inmediato saltaba a mi mente el verano, el color rojo o el naranja. Tal vez se me quedó fijo en la mente lo de la bufanda, por eso tu nombre desde ese día tiene algo que ver con el calor del verano, con el viento tibio acariciando mi cara cuando sacaba la cabeza y los brazos por la ventanilla del coche, cuando tomábamos aquella carretera llena de hoyancos que hoy está igual de maltratada. Tu nombre, además, tiene el sabor de un helado, comprado a escondidas solamente para mí, que siempre era de sabor diferente, pero que desde entonces no he vuelto a probar en ningún lado, y es que nadie ha inventado aún el sabor a complicidad inocente, de verano de hace treinta años del que me acuerdo con todo detalle.

Recuerdo una noche – pero seguramente fueron varias - en que el calor era intenso, y mejor salíamos a ver las estrellas a la terraza, pues la casa era un horno. En la oscuridad de la noche sin luna, las observábamos en silencio. Instantáneamente viene a mi el recuerdo del olor a mangos dulces, pues sacabas un par de ellos del refrigerador, para que los comiera en silencio, y mientras veíamos el cielo, el aroma suave a fruta nos envolvía calladamente. Algunas veces vimos pasar un aerolito: un rayita blanca en el telón de fondo, que duraba unos cuantos segundos. Otras veces nos acompañaban los ladridos de los perros de la casa, que se alborotaban por cualquier cosa, pero nunca nos alcanzó la madrugada, pues antes llegaba el cambio de la marea. Una leve brisa de mar soplaba tierra adentro, refrescando la casa, llenando sus rincones, y escuchábamos desde la costa la sirena larga y grave de un barco que abandonaba el puerto para cruzar el Golfo de México. Me decías que seguramente algunos pasajeros iniciaban un viaje largo, y yo los imaginaba casi entre sueños, agitando pañuelos blancos desde la barandilla.

Eso fue hace tiempo, pero lo recuerdo ahora mismo como si hubiera sido ayer.

Cuando esto termine – me repetía entre sueños – voy a comprarte una bufanda roja. Volvía a subir al helicóptero, a tener siete años, a montar una lancha, a contar los barcos en la dársena, como en aquel día que no recuerdo cuál fue, pero que fueron muchos.

Desperté al sentir unas insistentes palmaditas en la manga de la gabardina. Un médico se inclinaba a mi lado. Recordé que estaba en una sala de espera, en el pabellón de cuidados intensivos, y sentí un frío atroz. Amodorrado, pregunté "¿Ya?". El hombre asintió con un leve movimiento de cabeza. " Fue a las cinco y media, apenas hace unos minutos... no hubo dolor".

A lo lejos, escuché una sirena. Un barco partía y su única pasajera me agitaba un pañuelo blanco desde la barandilla, a manera de despedida.

Cuando esto termine - te lo prometo - voy a comprarte una bufanda roja.

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