“Football isn’t a matter of life and death. It’s much more than that…”
(William “Bill” Shankly / DT del Liverpool FC)
Ya que lo preguntas y porque tu mano tiembla al sostener esa pistola en mi nuca – solo por eso - te contaré mi historia.
Mi nombre es Nikolai Truschevych,
y nadie cuidó la portería del Dynamo de
Kiev como lo hice yo.
Nuestros caminos – tu verdugo, yo
víctima – nunca se hubieran cruzado si en Septiembre de 1941 el ejército alemán
no toma la ciudad de Kiev tras el inicio de la Operación Barbarroja. Ni
hubiera existido el equipo de futbol Start
SC si tras la ocupación medio millón de personas no son condenadas a la
indigencia por el ejército alemán, que buscó matar de hambre y frío a una parte
de la población ucraniana que consideraban indeseable.
Y yo hubiera muerto- como muchos
hombres, mujeres y niños lo hacían en mi ciudad - si Josef Kordnik, fanático del Dynamo de Kiev y administrador de la
Panadería Kiev número 3, no me descubre hurgando entre la basura y reconoce en
ese vagabundo famélico al guardameta y capitán del equipo campeón de la de
futbol de 1939.
Josef salvó mi vida, porque el precio por ayudar a
un ucraniano sin permiso de los alemanes era la muerte, pero todo se podía
comprar en Kiev, desde una barra de jabón hasta una vida, y esta última solía
ser muy barata. Me instalé en la panadería como conserje por comida, ropa y un
rincón para dormir.
Kordnik tuvo una ocurrencia: buscar a los jugadores
del equipo y participar en un torneo organizado
por los alemanes. Éstos querían darle un aire de normalidad a la conquista, los
ucranianos buscaban un escape de la realidad, Josef Kordnik consiguió un negocio redondo y yo solo intentaba vivir un poco.
Encontré a siete de mis
compañeros, entre los que estaban Oly
Klimenko, un defensa impasable, Ivan Kuzmenko – nuestro “diez” y el mejor
anotador de la liga - y Makar Honcharenko, que vivía en casa de su
suegra, siempre con un pie en la calle. Makya era nuestro “siete”
indispensable, el orquestador del medio campo.
Por chismes y comentarios
recabados aquí y allá, completé la oncena con tres jugadores adicionales del Lokomotiv, el otro equipo de Kiev y
nuestro acérrimo rival: Vladimir Balakin, Vasil Sukharev, Misha Melnyk.
Apenas estábamos completos.
Gracias a la creciente demanda de
pan de parte del ejército alemán, la oncena pudo ocultarse y laborar en la
panadería.
Entrenábamos en un baldío, después
del trabajo. En poco tiempo, a pesar del cansancio y la alimentación
inadecuada, funcionamos como un reloj.
¿Y cómo nos llamaríamos? Ni Dynamo ni Lokomotiv. Seríamos algo nuevo, un inicio: el FC Start.
Aún así, dudamos: ¿Lo que hacíamos
era colaborar con los alemanes? Después concluimos que en la cancha era donde podíamos enfrentar de
igual a igual al rival, y quizá vencerlo.
Solo nos queda el futbol – les
dije – el resto se lo llevó la puta guerra.
Debutamos contra un equipo de la
guarnición húngara el 21 de junio de 1942, en la cancha oficial del Dynamo de Kiev: el estadio Zenit. Los entusiastas húngaros no opusieron resistencia:
cayeron 6 a 0. Al finalizar el partido nos pidieron autógrafos y el árbitro, un furibundo teniente de las SS, los corrió a
silbatazos de la cancha.
Después, la guarnición alemana
presentó a su equipo. Les recetamos un 7 a 2 memorable. Cuando la goleada quedó
decretada, algunos aplausos de los asistentes ucranianos se anunciaron, tímidos.
El cinco de julio fue turno de
los rumanos y los apaleamos con un contundente 11 a cero. Lejos de molestarse por
la derrota, al final ellos también aplaudían.
Los alemanes reprendieron a sus aliados, que parecían simpatizar más con
nosotros que con ellos.
En cada juego las gradas se iban
llenando con más espectadores kievitas, y cada vez estos se mostraban más atrevidos
en su apoyo. De nada valían los guardias con subametralladoras y perros: al
igual que nosotros en la cancha, no se dejaron intimidar.
Enfrentamos con otro equipo
alemán, en este caso de los ferrocarriles militares. Tipos rudos, sin llegar a
ser sucios, se llevaron nueve goles sin poder anotar uno solo. El equipo PGS,
también alemán, mordió el polvo la semana siguiente con un contundente 6 a
cero.
Nuestro rival más exigente fue el
MSG Gal, un equipo húngaro. Jugamos dos partidos, uno de “ida” y otro de
“vuelta”. Se movían con soltura y eran
rápidos, pero dimos cuenta de ellos con un apretado 3 a 2, rematando con un 5 a 1.
A esas alturas, el FC Start
era el rival a vencer y el siguiente adversario era el Flakelf, de la Fuerza Aérea Alemana, que
llegaba con fama de invicto. Vencimos 5 a uno.
El entrenador alemán exigió la revancha de inmediato,
fijándose la fecha para cinco días después.
El nueve de Agosto de 1942, el Zenit lucía lleno completo: la
oficialidad alemana se instaló en los palcos, el Gobernador Militar de Ucrania,
el general Friedrich Eberhardt, ocupaba el puesto de honor. El resto del inmueble lo abarrotaban miles de kievitas,
a pesar de que el costo de la entrada era un tercio del sueldo mensual de un
obrero.
El árbitro del partido, el
teniente SS Waffen Erwin Ross, se presentó ante nosotros en el vestidor, impecable
en su uniforme negro.
Verde GramaSigan las reglas - dijo en
perfecto ruso - jueguen limpio, y cuando
salgan al centro del campo, saluden con el brazo bien en alto, a nuestro modo…
¡De ninguna manera haríamos el
saludo nazi!
En el centro del campo, mientras
los alemanes levantaron el brazo derecho, pronunciando el consabido Sieg, Heil! El Start correspondió con el “¡Hurra!”, el grito de guerra del Ejército Rojo. En las gradas alemanas
surgió una sonora rechifla: muy a su pesar, lo conocían muy bien.
El balón ya rodaba por el pasto cuando
descubrí algo sorprendente: ¡El Flakelf
se había reforzado con
jugadores del Bayern Munich!
¿Cómo los habían podido llevar
hasta Kiev en solo cuatro días? Sentí un
hueco en el estómago: esto ya no se trataba de un simple partido de futbol. La
guerra se había mudado a la cancha.
En el minuto cinco, un delantero
alemán se descolgó hasta nuestra área y recibió un magistral pase desde medio campo. Salí a marcarlo, pero al lanzarme por el
balón, el alemán descerrajó un rodillazo directo a mi cabeza. El balón se escurrió al fondo de la red y yo
quedé noqueado en el césped. El silbante dio el gol por bueno. Por vez primera
íbamos abajo en el marcador.
Desde el inicio, el Flakelf intentó amedrentar a Makar Honcharenko a base
de juego sucio, pero Makya campeó en la media con la serenidad de quién riega
el jardín de su casa, indiferente a las agresiones y a la ceguera del árbitro.
Más atrás, Oli Klimenko, el más
joven del equipo, y el enorme veterano Misha Putistin, organizaron una línea defensiva
de cuatro que no dejó pasar ni al viento. Bajo los tres palos, yo estaba ciego como un
topo, con un dolor de cabeza insoportable.
En el minuto veinticinco, Vasil
Shukarev avanzó a treinta metros del arco rival y fue derribado tan arteramente,
que Erwin Ross no tuvo más remedio que
marcar tiro libre directo a favor de Start.
Ivan Kuzmenko sonrió al portero, como
un tiburón lo haría con un banco de sardinas, y encajó un brutal cañonazo en el ángulo superior de la portería
del Flakelf. Comprendí porqué
practicaba con un balón tres veces más pesado que el reglamentario.
Diez minutos después, Honcharenko
tomó un despeje a mediocampo y el Flakelf
cubre a los posibles receptores de
su pase… pero Makya burla a toda la defensa alemana, fusilando al portero con
un tiro raso que besó la red.
El árbitro tenía el gesto agrio y
dio por terminado el primer tiempo. En el vestidor nos esperaba Josef Kordnik. Todo su entusiasmo previo se
había evaporado: lo acompañaba un mayor de la Waffen SS, que sin esperar más,
habló con la costumbre de quién se sabe obedecido.
Han hecho un gran juego, pero consideren que en su caso no existe
posibilidad alguna de triunfo, dentro o fuera de la cancha. Piensen muy bien en
las consecuencias.
Dijo esto sin emoción alguna, y
de inmediato abandonó nuestro vestidor, con Kordnik pisándole los talones.
Antes de salir, Josef nos rogó que dejáramos ganar al Flakelf.
En esto, dijo, se les va la vida.
No vale la pena: hoy conviene perder para vivir.
Una delegación de rumanos llegó
como una tromba, portando una cesta con fruta: hacía un año que no veía una
manzana y todavía más de tocar una naranja. Cerré los ojos mientras trituraba
un gajo en mi boca. El jugo dulce me llevó a un lugar lejos de la guerra y dejé
que escurriera por mis labios y hasta la barbilla. Es mejor que llorar, pensé. Una mano posada
en mi hombro me hizo volver a la realidad.
Pártanles la cara, me dijo un soldado
rumano con ojos rabiosos antes de salir de nuestro vestidor con sus compañeros:
háganlo por Ustedes y por los que no tenemos vela en este entierro…
¿Qué seguía? Lo pensamos solo un
minuto. Después salimos a vencer al Flakelf.
Para el minuto ochenta, una lluvia
de goles había caído en la cancha: ante un público local cada vez más
intimidante, el equipo alemán desistió en sus tácticas violentas y jugamos como no se
hizo jamás en el Zenit.
Cayeron otros cuatro goles, pero solo uno
entró a la portería del Start: ganábamos
cinco a dos.
Entonces Oli Klimenko interceptó
un balón y burló a todo el Flakelf.
Rápido y ágil, el pequeño defensa superó la apurada salida del guardameta alemán y quedó
solo frente a la portería rival: era el sexto y apabullante gol, pero se detuvo
en la línea de meta y evitó que el balón entrara a la portería: mirando con
desafío a Friedrich Eberhardt, el
Carnicero de Babi Yar, Oli pateó con furia el balón de vuelta hacia el medio
campo. El Zenit se vino abajo, retumbando en el rugido enorme del público. Erwin Ross había tenido suficiente y suspendió
el partido a cinco minutos del final.
Una semana después, dos camiones de
la Gestapo llegaron hasta la Panadería Kiev Número 3.
Uno a uno –discretamente- fuimos
llamados a la oficina de Josef Kordnik. Fuimos arrestados y nos trasladaron al campo de concentración de Zyrets. Éramos nueve,
porque a Oli Klimenko y a Kolya Korotykh los habían detenido tres días antes: a
Oli por la jugada que había parado de cabeza al Zenit y a Kolya por ser miembro activo del partido comunista. Oli
murió durante un violento interrogatorio y Kolya fue torturado quince días más,
hasta que su corazón decidió detenerse para siempre.
Nuestro fin sería más o menos el
mismo, pero no creí que nos dejaran vivir tanto, pero aquí estamos. Tú, verdugo
y yo, víctima.
Tú dudando en matar y yo decidido
a morir: pero yo moriré en casa, en la tierra de mis padres, la que será de mis hijos. Tú
morirás lejos. Y cuando tus huesos rueden perdidos junto a los de tus cómplices
- sin tumba y sin descanso - yo reposaré
en el lugar que me corresponde.
Disfruta tu primera bala, porque
sobrevivirá mucho menos que mi última palabra: cuando se disipe el estallido,
ya estaré lejos y seré leyenda, porque hemos vencido esa y todas las tardes
anteriores. Porque me podrás matar a mí - nos podrán matar a todos - pero la verde
grama en la cancha del Zenit es
nuestra para siempre, y tú no puedes
hacer nada para cambiarlo.
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